BitácoraResidencias de arte colaborativo

Residencia: Rebalses Los Choros - La Higuera, Coquimbo - 2018 Residente: Colectivo Caput
Publicado: 9 de marzo de 2019
Caminata a los cerrillos/pandilla Chululo. Una exploración divertida y agotante.

¿Cómo erradicar esa violencia machista en los infantes? ¿Cuáles son las herramientas o qué hacer con esos impulsos provenientes del tan famoso y aberrante patriarcado?

Una reflexión en torno al 8M.

 

El sábado por la mañana nos dispusimos a hacer un viaje con la pandilla Chululo. Nuestro destino, las dunas. Esos cerrillos altos que están frente al mar.

Todxs los chululos pidieron permiso a sus madres, llenaron la mochila de implementos primordiales y nos reunimos a las 11 am. en la plaza del pueblo para lanzarnos a una larga caminata donde enfrentaríamos obstáculos y entretenidas intervenciones de arte.

Al comienzo, siempre las expectativas son buenas, pero cuando ya ves a todxs los niñxs motivadxs, piensas que la realidad será mejor. Sin embargo, no falta el tiempo para las agresiones.

Desde que instalamos la pandilla como un espacio de intervención artística, fueron muchxs lxs que se sumaron. Niños y niñas de diversas edades estuvieron presentes en muchas ocasiones, pero siempre la mayor parte eran varones.

Dicen que en el pueblo hay más hombres que mujeres, al parecer eso es notorio. Evidentemente que el machismo también trasciende en este lugar, como en todo Chile,  como en todo el mundo. Pero hay algo que nos impide avanzar en este proceso con la pandilla: la constante agresión de los niños hacia las niñas.

En cualquier punto de los encuentros que hemos convocado, los niños tienden a desplazar a las niñas. Ya sea con insultos o ignorándolas. Esto ha producido constantemente que las niñas no vuelvan a la pandilla.

Después de un tiempo donde varias resistieron e ignoraron este mal trato e indiferencia, la pandilla se vuelve a rearmar con nuevas niñas. Las locales, las del pueblo. No obstante, el resultado nos vuelve a doler el alma y a agotarnos arduamente.

El sábado cuando estábamos todxs listxs para comenzar nuestra exploración, la presencia molestosa de una de las nuevas chicas (que la verdad, es la más chica del grupo, la más irascible por su siempre mañosería o constante necesidad de llamar la atención) acabó con la paciencia de todos los niños. Si no la hacían callar, la ignoraban (y eso creemos, le hacía más daño a la niña). Pero llegó el momento donde la agresividad verbal imperó en uno de ellos, hasta el punto de no poder controlar la situación por dos adultos. Esto ya se había repetido en otras ocasiones, pero esta vez tomó un grado mayor, porque estábamos lejos del pueblo y no teníamos a quien acudir, porque se suponía era un paseo de amigxs donde revalorábamos el espíritu de la pandilla, la amistad y el respeto. Pero que de golpe nos dimos cuenta que los valores solo eran velados por los mismos mini machitos.

La violencia a ratos paraba. Cuando lográbamos controlarlos a ambos (porque las peleas eran recíprocas, pero siempre mayor era la falta del hombre hacia la mujer, debido a sus menosprecios e insultos) todo seguía su curso, eso sí, siempre con unx de lxs dos taimados, proseguíamos nuestro destino. El tiempo se encargaba de darnos a todxs la oportunidad de volver a ser amigxs. Pero nuevamente algo desencadenaba en ese acto violento que tan mal nos hacía sentir.

Por supuesto que no toda la expedición se trató de esto. A modo general, la pasamos bien, nos divertimos. Hicimos intervenciones, jugamos y disfrutamos de mucha comida. Nos volvimos indígenas y supimos como siempre, volver al origen. Pero ¿en qué queda toda esta aventura si no supimos controlar a un niño de 11 años con su espíritu cargado de odio, ignorancia e intolerancia?

Llegamos al pueblo, la chica se fue a su casa de las primeras. La noté mal, yo también me sentía pésimo. Me sentía mal conmigo por ser mujer y no poder evitar estas situaciones a pesar de haber hablado con el niño, tratarlo con cariño, respeto y también con rabia en algunas ocasiones.

Luego de llegar a nuestra a casa, le comento a Camilo mi malestar con la situación, él me aconseja que una vez más vayamos donde su mamá a conversar esto. Pero no me basta eso. Pienso en la situación de él, de su familia, un hogar disfuncional, repleto de violencias y vivencias a mal traer. Estoy en esa reflexión, cuando llega él a nuestra casa.

Muy campante en bicicleta nos viene a visitar. Camilo lo detiene en la reja y le reitera su mal comportar. Le da unos sermones y le señala que si sigue así, no puede seguir participando de la pandilla. Él obviamente enojado y “choro”, dice “chao”. Se fue, y yo quedo peor. Y es que no quiero que se vaya, quiero que esté bien, que aprenda, que se relaje, que sea tolerante, que se manifieste con cariño, quiero que se mejore, porque claramente es un niño contagiado por las hábitos de no sé dónde.

No pasó ni una hora cuando llegó de nuevo a nuestra casa con un amiguito. Su templanza y actitud eran totalmente diferentes. Seguramente pensó y repensó en lo que había hecho, la verdad no tengo idea. No quise decirle nada porque se iría nuevamente, pero me quedo con la historia de su vida, un niño influenciado por las retóricas machistas, fruto de un patriarcado que estamos peleando para abolirlo, un niño que vive a diario la violencia en primera persona, una pequeña persona que seguramente sufre pero repite el patrón. Ese patrón que no sabemos cómo erradicar más que con aprendizajes y amor, pero sí sé que debemos hacer algo por él y por tantos más que siguen en pie de guerra contra las niñas, sólo por ser diferentes a ellos.

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