BitácoraResidencias de arte colaborativo

Residencia: LAHUALCHE: escrituras corporales en territorio ancestral Río Negro - Caleta Cóndor, Los Lagos - 2018 Residente: Paula Baeza Pailamilla
Publicado: 20 de octubre de 2018
Las tierras del alerce

Los mapuche lo llaman Lahual, y en tiempo de confrontación con la avanzada colonizadora, se hacían seguir por los españoles y los traían a este bosque inmenso y tupido, para hacerlos morir en círculos, en el espesor sombrío del bosque aliado. Los abuelos ayudando a la resistencia en la larga guerra de la imposición ideológica, que hasta hoy perdura en los televisores de este territorio que llamaron Chile.

Antiguamente el alerce fue considerado como una moneda de cambio, por su veta apretada y resistencia al agua, madera liviana, flexible y fácil de desgajar. Buena para hacer embarcaciones, bonita para hacer muebles, hacer tejas, bueno el carbón que daba. Sus virtudes como material eran tremendas y en algún momento nos desentendieron a la fuerza, se consagró esa noción occidental y nos separamos de esa relación con la Mapu tan estrecha y profunda, aunque nunca escindida del todo. Se comenzó a pensar en él como recurso y en esa economía metal se abusó. Los primeros que cayeron fueron los más antiguos. La longevidad de lxs abuelxs le sumaba valor a su precio en el mercado de la tala indiscriminada. Los tatas del territorio huilliche de cuatro mil años, se convirtieron en madera muy preciada, en un bonito mueble. Ese tiempo otro de los árboles, que en mi posición de humano de esta realidad tele-inmediata y en mi antropocentrismo torpe me es difícil de imaginar, me hace pensar en toda la historia y antes de ella que ellxs presenciaron.

En algún momento nos disociamos de la conexión con la tierra: la diáspora, el despojo, el abuso y diversas problemáticas se nos metió en la piel morena y la necesidad mandó, la lucha por la comodidad, el clima extremo y el trabajo duro, generaron las condiciones para la tala. Nos cuenta David, el lanchero de Caleta Cóndor, que era duro el trabajo, que a la edad de 4 años recuerda haberse internado con su padre y hermano en la montaña por días y semanas a trabajar la madera, a cortar el alerce vivo, antiguo y verde, porque así pesaba menos y valía más. Dormían en pequeñas ranchitas que ellos mismos construían alrededor del fuego, a la usanza antigua del espacio doméstico. Nos los cuenta con nostalgia y con una mirada perdida en el pan amasado que compartimos en su mesa. La gente no sabía -nos dice- pensaban que duraría para siempre. Las necesidades eran grandes en esta tierra de clima extremo, de lluvia de meses, de mar furioso. Y cuando la necesidad manda es difícil analizar la situación y se hace fácil los juicios desde la comodidad y privilegios que el capital secreta en nosotrxs.  Con el pasar del tiempo hubo una toma de consciencia con la devastación de este bosque endémico, que si no se paraba de extraer, desaparecería. Con el tiempo los alerceros cesaron sus faenas. Ahora jóvenes alerces esperan los milenios venideros y la “che” los cuida y valora en otro sentido, como un tótem sabio que emerge lentamente de las entrañas de la tierra, compartiendo espacio con Canelos, Arrayanes , Ulmos y Olivillos, con el Puma y el Pudú, en la sombría humedad de este territorio.

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