Día tras día sigo entrando en relaciones con este lugar. Recorrer la superficie de sus caminos, bosques, ríos y cerros, y construir tal superficie desde las prácticas que comparten conmigo, entrega un sentido nuevo a la experiencia de este territorio, donde los caminos parecieran ir trazándose solos para llegar a experiencias colectivas y estéticas, aunque tales categorías parecen irrelevantes acá.
Recorrimos a caballo a través de los bosques en busca de troncos para construir un galpón. Don Anatístico señalaba el árbol que había que talar, yo iba con el hacha para limpiar las ramas más bajas, y después que Don Anatístico cortara el árbol, yo terminaba de limpiar el tronco. Eso lo hicimos 23 veces.
Caminamos a lo largo del estero para pescar. Llegamos a un puente, pusimos las lombrices en el anzuelo y comenzamos a intentar pescar algo. Paramos en cada lugar que se veía promisorio para nuestra tarea, pero nada picó. Estuvimos una hora y media en esto, pero volvimos sin nada.
Aramos con bueyes parte de los terrenos que tiene la familia de Don Anatístico, para preparar la tierra y sembrar distintas plantas. El trabajo es intenso y agotador, ida y vuelta con los animales, los cuales son enormes y fuertes y, sin embargo, la relación que mantienen con ellos no es solo utilitaria, sino más bien amable, una suerte de comprensión mutua que deja fuera la violencia que uno esperaría. Todo es parte de su vida, y su vida es parte de estos.
Lo diferente de estos recorridos y saberes que compartieron conmigo es que, por primera vez, los nietos de Don Anatístico, Benjamín, Bryan y Alexis, fueron parte de los encuentros. Ello llevó a que ahora exista un vínculo incipiente, donde en los días que siguen jugaremos Fifa, el fin de semana iremos a caballo al «alto» y volveremos a intentar pescar.