El viernes luego de nuestra actividad en la Sede, recibí una noticia muy triste. Mi amigo Hugo había fallecido. Partí a Santiago al otro día, con tristeza, a despedirme de él, a acompañarnos con todos los que pasamos por la vida de Hugo y lo queríamos. Al llegar hoy a La Montaña, de vuelta, don Nato y doña Mirta me vinieron a ver, a saber cómo había llegado. Me preguntaban cosas de mi amigo, del cáncer, cosas de su vida, de la iglesia donde fue su misa, entre otras cosas. Doña Mirta llegó a la pregunta de cómo era la muerte allá en Santiago, qué ceremonias se hacían. Yo le contaba un poco, de lo que conozco en mis pocas pero dolorosas experiencias de muerte, y ellos me hablaban de la muerte acá en el campo. Al muerto lo velan en la casa, día y noche, por uno o dos días. Se come mucho y a veces se bebe. Doña Mirta dice que en su velorio no quiere que tomen, que no es fiesta. Don Nato dice que su deseo luego de muerto es que lo entierren en el alto, en el cerro, y que cuando la gente pase, vea una cruz y juzgue qué tan bueno fue. Yo le cuento que a Hugo lo incineraron, que sus cenizas se irán a Barcelona. Hablamos del cuerpo, de lo terrible que es separarnos del cuerpo querido, del cuerpo amado, del cuerpo que para siempre extrañaremos, de esa corporalidad que es pura presencia y vida al lado de uno. También hablamos del espíritu, del alma, de aquello que, suponemos, no es cuerpo. Yo les hablo de los recuerdos, de los que tengo con mis muertos, ellos me hablan de algunos suyos. Tomamos leche caliente y comemos tortillas con queso y tomate, después doña Mirta hila sin parar y yo la miro, concentrada en sus manos y la mecánica detrás de ese ejercicio.