El “Talo”, como le dicen a Ítalo -mi arrendador en Reldehue, parte de la península y sector vecino al de Ayacara- construyó hace unos meses un invernadero para que Evelyn, su esposa, pudiera iniciar un autocultivo de abastecimiento familiar. Ella me cuenta que al principio nada se le daba, y que ahora, debe muchas veces regalar o utilizar de abono parte de las lechugas, pepinos, cilantro, perejil, tomatitos y cebollín que cosecha abundantemente semana a semana. Orgullosa me invita a entrar a una suerte de microclima insólito, le digo que con este calor altamente húmedo se le darían muy bien los mangos o cualquier otro fruto tropical en época de verano. Se ríe y entusiasma, enumerando todo lo que piensa cultivar en “el nuevo que me hará el Talo, de esta temporada no pasa”. Una colmena pequeña de abejas les da unos 20 litros de miel al año, “poquito, para lo que antes daban las abejitas”, y Evelyn les saca el máximo uso a las miles de groselas que rodean el invernadero, me da de probar mermelada y unas empanadas rellenas ácidas difíciles de imaginar. Bajo a la casa que me han arrendado dentro del terreno de la familia Barrientos, de la cocina veo el mar y a los dos terneritos que hace un par de semanas habían recién nacido, han crecido aceleradamente y amamantan frente a cualquiera sin miedo, casi en amistad y complicidad con las ovejas que las rodean. Me cuentan que la semana pasada esquilaron a un grupo de jóvenes carneritos, y que la cantidad de lana que sacan es tal, que mucha de ésta deben botarla y quemarla. Le pido que me la guarde, que queremos iniciar una campaña de reciclaje y que podríamos intentar hacer más de algo con esa lana. De fondo, el día se va despejando de a poco y sigo la tarde entre los ladridos de Marley -el perro de Ítalo, y el más regalón de todos-, el rumear de las vacas y terneros, con las olas detrás.