Y por fin terminamos la obra maestra con las tejedoras. Ya el unir y dar con los detalles nos había dado harto trabajo, fueron mas de dos semanas en ese proceso y como ninguna había hecho antes algo así, fuimos inventando nuestro propio método. Creo que lo bonito de la creación de este gran toldo de cuadros tejidos tiene que ver netamente con el proceso, cómo se va tejiendo un grupo, cómo vamos tejiendo amistad, cómo vamos tejiendo unión y amor por lo que somos y hacemos. Lo que más nos sorprendió a nosotros fue ver cómo a pesar de ser un proceso largo y lento, la intervención agarraba fuerza en vez de perderla. Hacia el final éramos muchas más que al principio y se seguían sumando mujeres, amigas, tejedoras que viajaban para llegar a juntarse y compartir mientras creábamos. Otras simplemente mandaban sus cuadritos con alguna vecina porque trabajaban o porque no podían moverse por enfermedad, pero aun así hacían presencia, quisieron ser parte, quisieron tal vez tener la posibilidad de algún día mirar sus cuadros entremedio de un mar de cuadros y pensar “ahí estoy yo” o tal vez solo imaginarlo, sólo verlo por fotos y pensar que de alguna manera pudieron viajar en el tiempo.
La mayoría de las mujeres que fueron parte de esta intervención son mujeres adultas, que requieren y valoran mucho su vida social, como si intuyeran que esa es la clave de la vida eterna o algo así. Saben qué hacer, que hay que compartir, que hay que trabajar y que también hay que descansar. Aman servir y aman a su entorno. Todo eso quedó en esa gran manta que ahora adorna hermosamente la Casa de la Cultura de Paihuano. Y más que adornar, dejó una huella, una marca difícil de limpiar, una experiencia difícil de deshilachar.