Plantear una entrada final es poner un cierre a un proceso. Y en ese gesto, el proceso deja de serlo, y contemplamos hacía atrás una memoria de un algo que ocurrió. Nosotros no podemos pensar de tal forma, ya que, aunque acabe la residencia, no acabará el proceso iniciado; y no acabará por acciones activas y no por una retórica de que se inició algo que seguirá por su cuenta: no, el proceso seguirá porque juntos como comunidad continuaremos realizando acciones para que ello ocurra, en el espacio y tiempo que sea que nos encontremos.
Por ello, la evaluación no puede estar enfocada en lo que se logró o en los hitos, en ese “impacto” del que tanto estamos obligados a hablar, ya que ello es elevar a bueno o malo eventos de un proceso, cuando es el trayecto lo que debemos observar críticamente. Ello no implica que no se reconozcan ciertos puntos en el camino de la residencia, donde convergieron ciertas intensidades, como puede ser la pintura colectiva de la garita o el encuentro de tradiciones. La diferencia es que, por una parte, no categorizamos las actividades en función de su productividad, y por otra, no vemos tales actividades como la concreción de los procesos, sino como parte del proceso.
En este sentido, si tenemos que hacer una evaluación de la residencia, hay dos aspectos que quisiéramos destacar, que podrían ser mejorados en función de un factor: el tiempo. El primero, es la dinámica que se debe generar en la residencia para poder ser parte de la comunidad y desde allí realizar un trabajo colaborativo. Esto es muy complejo en tres meses; si bien pudimos lograrlo en los plazos establecidos por el convenio, el punto de confianza y de fiato que alcanzamos en la recta final de la residencia, fue tan alto, que podríamos haber concretado otros momentos de intensidad desde una dinámica mucho más horizontal. De esta forma, creemos que el tiempo de la residencia debe ser más extenso, en función de lo que se quiere lograr, que las prácticas artísticas se vinculen a la comunidad y sean parte de su constitución como colectivo.
Lo segundo es la distancia que se genera entre los medios de producción con que cuenta la residencia con la realidad material del sector que estábamos habitando. Ello implica una distancia concreta entre nosotros y la comunidad que debe ser pensada y trabajada. En este caso en particular, apostamos por la intensidad de los acontecimientos que se dieron y en inyectar recursos a ellos, en pro de dejar diversas capacidades e infraestructura que eran inexistentes en la comunidad. Sin embargo, creemos que la misma cantidad de recursos puede ser administrada para habitar por más tiempo el lugar y generar una intensidad mayor.
No obstante lo anterior, la mejor evaluación que podemos hacer de nuestro proceso, se centra en lo que se proyectó tanto en el último encuentro con la comunidad, como en la once de despedida que tuvimos con los que trabajamos más cercanamente. En tales instancias, surgió la idea de pintar la otra garita del sector, hacer un trabajo con los niños similar en la escuela, repetir el encuentro de tradiciones el próximo año y desde allí seguir construyendo la identidad del sector.
En este punto, juntos como comunidad, pudimos darnos cuenta de ciertos problemas que son subyacentes a la superficie de la comunidad y sus dinámicas, como la estructura presente que enmarca las relaciones, los roles que cada persona y grupo ocupa dentro de esta estructura, la pasividad en relación con un hacer propio y los procedimientos para crearse. Frente a tal evaluación conjunta es que surgieron las intenciones de continuar trabajando juntos.
En respuesta a lo dado a esta comunidad y su propia constitución, el crear colectivo se presenta como una posibilidad de autodeterminación que, en el despliegue a lo largo del tiempo en un espacio y territorio particular, puede crear su propia realidad.