Nuestros primeros acercamientos a la vida pampina es a través del Centro de Hijos de Pedro de Valdivia, grupo perteneciente a última oficina en cerrar. Los recibimos en nuestra casa, nos conocemos y organizamos el tan anhelado paseo a Pedro. Es en este mismo grupo donde conocemos a Hugo Aracena y su amigo Nano, quienes juntos trabajan en lo que será el futuro Museo del Juguete Pampino, que exhibirá la colección de juguetes y reliquias históricas que Hugo ha rescatado, restaurado y coleccionado de manera autónoma, siendo este proyecto su granito de arena para que el estilo de vida en el desierto no quede en el olvido.
Entremedio de tanta nostalgia y recuerdos de lo que fue la vida en este territorio, nos movemos a Quillagüa, pequeño oasis de la comuna, que sin ser hija de la minería, guarda un importante historia de producción agrícola, la que hoy se ve amenazada por la contaminación y despoblamiento.
Volvemos a María Elena y nos juntamos con Iván y Johan, jóvenes pampinos que trabajan arduamente por la cultura de la comuna: circo, rap, videos, baile, teatro, música entre otras actividades han desarrollado esta dupla que a través de la autogestión luchan para que vuelva la vida comunitaria a María Elena, que hoy por hoy parece tan pueblo fantasma como sus oficinas hermanas ya abandonadas.
Llega el día en que viajamos a Pedro de Valdivia, abandonada como ella misma, en ruinas intactas, calles vacías y viento fantasmal. Se nota un abandono sublime. Vemos caminar por su recovecos a las personas que amablemente nos acompañan y guían por lo que fueron sus casas y pasillos. Nos inunda una amarga pena y pensamos en Violeta, “Las hileras de casuchas; Frente a frente, si, señor; Las hileras de mujeres; Frente al único pilón; Cada una con su balde; Y su cara de aflicción; Y arriba quemando el sol”.