Contar historias no es una cuestión fácil.
En primer lugar, implica reconocerse como un gran contador de historias o al menos como alguien que cuenta historias de vez en cuando.
Los más antiguos parecieran tener ese don por excelencia. Según dicen algunos, la edad brinda una experiencia y cercanía con las historias privilegiada.
En segundo lugar, implica tener agallas para la exposición pública. Dejar a un lado la vergüenza y el miedo de no gustarle a otros.
Algo que lo facilita es entrar en confianza, sentirse en un lugar protegido para la exposición.
Por último, en tercer lugar, se requiere de un espectador específico. Uno que no censure, juzgue o malinterprete lo que se cuenta.
A ratos en Chanco se piensa que ese espectador no existe, optándose muchas veces por el silencio.
Y cuando esas dificultades son más o menos superadas, nos damos cuenta de la gran cantidad de historias almacenadas, que al brotar de las bocas de los oradores habilitan cierto disfrute colectivo.
Goce que cruza el juego de la imaginación con la satisfacción de sentir que se contribuye a la memoria colectiva.
Nuevamente los niñ@s de Chanco son aquellos que nos van enseñando que es posible y son ellos quienes se toman las plazoletas para grabar y contar historias.
“Las historias que tengo escritas se las recito a mis nietos para que se las aprendan, ellos las dirán por mi, yo no puedo.” (Vecino de Chanco).
Paulina