Al parecer la enseñanza del teatro ha devenido en un conjunto de técnicas y conocimientos que nos vienen desde afuera. Quizá ese enfoque parcial y reduccionista se debe a la necesidad de acreditarse como profesión respetable y poder colgar un cartón con estampillas costosas en alguna pared.
El teatro con muñecos, por el contrario, está dentro de nosotros.
Con él, no hay enseñanza de técnica alguna antes de reconstruir el puente hacia la persona profunda y compleja que uno fue entre los 4 y los 7 años. Cuando jugábamos de verdad sin más requerimientos que una dosis inagotable de fe (Porque al envejecer seguimos imaginando, pero poco de eso sobrevive a los filtros del pragmatismo).
Enseñar teatro de muñecos es establecer un acuerdo tácito entre los que estamos ahí, para sepultar la categoría del ridículo y permitirle a los demás ver lo que vemos cuando resignificamos un objeto cotidiano, porque un lápiz puede ser una persona y un cable USB una víbora.
Ahí empieza el proceso de enseñanza-aprendizaje, cuando juntos buscamos una respuesta a cómo hacer que el cable se vea más víbora para todos los que miramos la escena.
Y cuando sentimos miedo por el hombre que está a punto de ser mordido por la serpiente, el trabajo está hecho.
Puede que la complejidad sea mayor, puede que lo que haya dentro nuestro, con muñecos o sin ellos, sea el teatro.