Cuando Marian avisa que esta semana seríamos 10, tuve (Consu) un flashback importante. En la misma fecha, hace 1 año, habíamos estado reunid@s en el mismo sitio Gato, Marian, Paloma, Solar, Akira, Emma y yo. Anteriormente había sido la isla y hoy era Linares. Un contexto radicalmente distinto y sin embargo, aquí estábamos nuevamente trabajando y recordando algunas anécdotas de nuestro último encuentro, sumadas Mechi, Maika y Aleja, integrantes del equipo 2018.
A Paloma y Solar, los chicos (Marian y Mechi) los conocieron hace un par de años y ya venían trabajando juntos en el proyecto Taller Humano, evento que generaba un espacio de creación en torno al hacerlos oficios, la artesanía, el diseño, el reciclaje, etc. Pero también de reflexión en torno a eso que hacemos, y, como diría Mechi, si acaso “eso que hacemos refleja eso que somos” o queremos ser.
En teoría, el concepto de taller posee -o se le atribuye- una acepción unilateral donde un “gran maestro” (que en sus orígenes siempre fue hombre por lo demás) enseña a otr@s su oficio, sus técnicas. También hace alusión a un espacio cerrado donde ese conocimiento se protege y genera identidad definida. El taller de Miguel Ángel, el taller del Brunelleschi, o el taller de Caravaggio, no sé. Esos clásicos renacentistas cuyos cuadros se atribuyen a su figura, pero sin embargo fueron hechos por los múltiples pupilos, “talleristas” de esa escuela. Ese modelo de taller era (fue y sigue siendo) a fin de cuentas una escuela no formal, que incluso con el tiempo lograría ser la contrapropuesta de la academia, siempre tan elocuentemente decimonónica. También hay algunas veces en las que -sin conciencia de documentación, futuro o quizás falta de interés, por qué no- las obras resultantes de esos talleres quedaban indeterminadamente registradas como: obra de taller xx. Mientras más modernas las artes, más modernos los talleres y sus formas de relacionarse y producir cosas, y no solo esas “grandes obras”, sino cualquier cosa que la motivación y los intereses puedan dimensionar… En el caso de Taller Humano, o lo que hace Docena, Aleja, Emma, Gato, el Taller Tropical de Wuatanaz y Alejandra, tod@s junt@s en la residencia, con Ramón, Dante, Marta, Milla, Carla Lyrica, Jaas, Meli, la señora Hilda, el sol de Dix, etc., supongo que pasa algo más o menos así. Que la energía y la sinergia producida en un espacio, aún cuando sea señalado como taller, siempre dista de las capacidades pedagógicas y los resultados consumados. Efectivamente lo que se espera cuando se asiste a un taller es aprender algo, pero si ese alguien que convoca busca también aprender de lo que se hará y de quienes asistirán ¿no rompemos de entrada con esa unilateralidad y grandilocuencia renacentista?
La palabra taller, siempre conflictiva, aparece recurrentemente en los procesos colaborativos, una porque es lenguaje que ya no pertenece al marco teórico de las prácticas colaborativas, otra porque genera -de primera- expectativas equivocadas frente a lo que realmente pasará. Sin embargo, por más bonito que alguien escriba, nuestro lenguaje verbal es limitado, y nuestras formas de comunicar de buenas a primeras también. Hay entonces otras formas de comprensión de lo que se hace, por qué y entorno a qué, que sólo son aprehensibles en la medida en que estuvimos y fuimos parte de, en este caso, un taller.
En definitiva, quizás, el problema del taller no es el taller, sino de la historia del arte que lo documentó, analizó y cercó sólo hasta cierto punto, y de los programas de capacitación que cumplen sus objetivos, pero no vinculan los haceres con los seres -vivos, humanos, pensantes y sintientes- que por solo el gusto de hacer junto a otr@s, irían allugar y espacioque se los permita, sin importar mucho cuál sea su nombre.
Y allí estamos nuevamente, las mismas personas, recordando mitos isleños y repitiendo rituales sagrados, como lo es insistir en la pregunta sobre cómo nombrar.