Mientras más caminamos este pueblo, más camelias vemos en los patios. Tanto así, que hemos llamado a Hualpin El pueblo de las camelias. Sin embargo, hoy ha llovido intensamente y poco es lo que hemos podido caminar. A veces pienso que nos hemos complicado la vida, eligiendo dos focos de trabajo en vez de uno. La movilización entre Llagepulli y Hualpin ha sido un tema difícil, sobre todo cuando hay mal tiempo y no se puede hacer dedo. Los equipos audiovisuales pesan y no pueden mojarse como uno. Pero como no hay mal que por bien no venga, aquella dificultad nos ha hecho conocer a gente en el trayecto y comprender de alguna forma esa distancia – la que existe entre el pueblo mapuche y el pueblo chileno – a través del viaje. Por un lado, experimentamos esa distancia de forma física, reflejada en los kilómetros que recorremos frecuentemente y separan a un lugar del otro; camino marcado por el paso de la tierra al pavimento. Y por otro lado, conocemos esa distancia por medio del inacabable arte de la conversación. Don Jorge, un caballero de Hualpin que nos lleva a veces, se refiere a los mapuches como buena gente, compañeros de escuela con los cuáles creció y compartió. Cuando habla “de ellos”, hay una mezcla de admiración y cierta envidia en sus palabras. Dice que “ellos” obtienen beneficios que mucha gente pobre y chilena no obtiene, pero a la vez comparte su lucha y sostiene que ellos reclaman sólo lo que merecen. “Estoy dividido”, nos dice – “Es complicado”.
La memoria es frágil. Lo vemos en la memoria de los pueblos y en los recuerdos personales. Cada semana entrevistamos a mujeres del grupo de tercera edad “Vida Nueva”. Compartimos un mate, conversamos y al rato encendemos las cámaras. Nos interesa construir un archivo audiovisual, un relato colectivo, que parta desde la intimidad de cada mujer. Desde el recuerdo de su infancia, desde sus dolores corporales y desde una imagen visual que represente, de cierta forma, sus vidas. A medida que nos conocemos y la conversación avanza, se abren de pronto ciertas ventanas, ciertos recuerdos que nos transportan en el tiempo. Recuerdos que parecen haber estado guardados durante muchos años y que entonces aparecen, como cuando el polvo se levanta en una habitación y lo atraviesa la luz. La fragilidad de la memoria es como esa imagen.
Los huertos son como el espíritu de cada señora, o más concretamente, su personalidad. Cada una de las mujeres que entrevistamos nos muestra sus huertos con orgullo y alegría, como quién presenta a un amigo querido. En esos espacios aparece otra dimensión de sus vidas. La fertilidad, pienso, es algo femenino más allá del hecho de tener o no hijos. Las historias de cada mujer están cargadas de aquella energía fértil, más allá de su descendencia. Son historias resilientes, donde la tragedia se asume y la vida continúa…
En todas las memorias aparecen recuerdos que se relacionan inevitablemente con un relato común: aparece del tren, el campo, la tierra, el terremoto, el matrimonio, “los mapuchitos” (término que, no obstante de su connotación, las señoras utilizan con cariño). En todas las mujeres, incluso en las menos comunicativas, hay una cierta urgencia por contar, por dejar el recuerdo de lo que fue sus vidas, los ritmos de otro tiempo, la vida sencilla que según ellas ya se pierde. En casi todos sus jardines, aparecen las camelias.