Fuimos con el Consejo Regional de la Cultura y las Artes a Puerto Toro, el poblado más austral del mundo (si no contamos la base naval en la Antártida, claro) al que llegamos navegando. En él está por tanto, el también colegio más austral del planeta el cual cuenta con sólo 3 alumnos. Puerto Toro es una caleta en la que siempre hay viento. Fue fundada en 1892 con la llamada “fiebre del oro en Tierra del Fuego”, siendo un punto estratégico que facilitaba la actividad comercial de los lavaderos de este preciado mineral. Más allá de esta caleta, no hay más, y en ella viven sólo alrededor de unas 30 personas. Fuimos hasta allí en el marco del programa Diálogos en Movimiento a visitar a los niños del colegio, realizando un intercambio, un diálogo con ellos y los habitantes del lugar. La experiencia fue fantástica. Ir a lugares como éste, me lleva a pensar en esta tan anhelada y ya consigna, sobre el derecho a la educación que en los últimos años ha sido la bandera de lucha de un gran movimiento social y especialmente estudiantil en este país. Y es que claro, por muy lejos que se viva, por muy aislados, todos los seres humanos tenemos derecho a recibir educación y a tener acceso a la cultura, algo que increíblemente llega hasta aquí.
Tras la emocionada salida de Puerto Toro, emprendimos regreso a Williams mar adentro. Sin embargo, esta vez la navegación calma del viaje de ida no nos acompañó…
De regreso, el viento agitó las aguas de tal manera que la paz que traíamos se transformó en una mala película. Al principio, creo que quienes íbamos en ese viaje vivíamos la experiencia como una aventura. Las olas nos sobrepasaban y la lancha se elevaba para volver a caer al mar una y otra vez. El mar se había convertido en una montaña rusa.
Mi cuerpo, inclusive por momentos se llegaba a levantar del suelo!!! los pronósticos no eran buenos… Poco a poco el mar embraveció más y más transformándose el viaje en una película de terror. Antes de llegar a Chile miraba por YouTube videos sobre el Cabo de Hornos y la bravura de su mar. Cuando veía esas imágenes, pensaba que los videos estaban retocados con efectos especiales pero, tras este viaje, me di cuenta de que el mar en esta zona puede cambiar y devorarte.
Por suerte para nosotros, la bravura no alcanzó los niveles del Cabo de Hornos ya que estábamos en un canal, amplio, pero al fin y al cabo canal, por lo que no nos dimos vuelta y, por suerte, pudimos tocar tierra y llegar todos enteros. Bueno, casi todos.
Lamentablemente este viaje estuvo accidentado. A una hora de navegación, recién a mitad de camino, una ola gigante hizo que todos cayéramos y nos golpeáramos pero, además, que uno de nuestros compañeros se fracturara un pie. Todo fue muy rápido y la verdad es que en ese momento, el miedo de todos se apoderó… Dos de los más perjudicados al hospital se los tuvieron que llevar y luego, nuestro compañero fracturado, tuvo que ser de la isla evacuado. Llegué a casa sintiéndome tan agotada como si una maratón hubiese corrido!!! pero la verdad es que la saqué barata. No sólo porque la lancha en que viajamos era muy segura, sino porque no me ocurrió nada grave más allá de un machucón. Además, tuve la suerte de no marearme y dentro de todo, de sobrellevar el viaje.
Hoy, un día tras la “aventura”, Williams amanece blanco. A mí me duelen mis extremidades por la tensión, por el agarre para afirmarme, y siento mucho frío. Pienso toda la mañana en lo que pasó, en lo que vivimos, en estas fuertes experiencias que a veces se cruzan en tu camino mientras termino de preparar la presentación del proyecto de esta tarde. Aun así, a pesar de que viví una mala experiencia, concluyo que no por ello dejaré de navegar, es más, tengo ganas de volver a subir a otra lancha para poder seguir conociendo estos lugares extremos y bellos, prístinos, a los que pocas veces y pocas personas podemos llegar.
Espero sí que para la próxima, el clima nos acompañe y el mar esté calmo, porque eso sí, sé que nunca a él lo debemos desafiar. Menos ahora que sé en mi propio cuerpo, lo que es el “mar picao”.