Colegio rural de Los Ángeles, 2:30 aproximadamente, después del almuerzo los niños y niñas tienen un recreo largo para reposar al sol lo comido. Separados por género, comparten en pequeños grupos en el patio que tiene vista tipo mirador de la entrada de mar que se abre paso en la isla con forma de hígado. Día semi despejado y las Nalcas crecen a su tiempo.
En el colegio, caminamos rumbo a la sala del Director, izquierda luego viramos a la derecha, ilustraciones de los próceres de la patria invaden el territorio visual, un calendario del estado con información del “Wetripantu”, coquetea con lo burdo. Un adulto joven, el director de la escuela, nos recibe amablemente en su oficina, se levanta. Detrás de su chaleco chilote, cuelga en la pared la foto presidencial con una composición patriota evoca una falsa risa amable. Nos saludamos, después de una breve espera, el director nos encamina a la sala. Copihues ornamentan nuestro trayecto al cubículo de educación municipal, un bidón de 25 litros de agua potable en el pasillo nos advierte que el agua de la llave no se bebe, una estufa a leña al costado izquierdo de la sala está apagada, esperando el frío.
Pequeños rostros morenos y uno que otro más claro nos miran, tímidas miradas divididas en dos grupos, las niñas al costado derecho y los niños apatotados al costado izquierdo, sentados en pupitres individuales de fierro y terciado enchapado que falsea pino oregón.
Encapuchados nos presentamos, hablamos de lo que andamos haciendo en la isla, cuánto tiempo nos quedamos y a qué nos dedicamos, mostramos unas imágenes y finalmente les hablamos de lo que realizaremos involucrándonos con ellos y ellas, desde sus individualidades de niñes aislados y potenciar una propuesta colectiva de activación de imaginarios locales entorno a los saberes de las mujeres de las isla en el espacio rural.
Cuchichean por separado, en los sub-grupos de empatía de la evidente separación binaria. Las niñas hablan entre ellas sin moverse mucho. Una de ellas, que no habla con nadie, mira como si fuese un canelo en la mapu. A los varones les cuesta estar en su asiento y ya empiezan a experimentar con sus propias vandanas el ocultamiento de identidad que les proponemos como actividad inicial, copiando el ejemplo de la imagen que proyectamos dentro de este espacio disciplinario, iniciativa que la maestra reprime y que después de contarles la propuesta del laboratorio witral kimun, que invita a fabricarnos nuestras propias máscaras, la hace cambiar drásticamente de posición e incentiva a aquel retado, que escondió la cabeza en su pecho a volver a ponérsela, que tiene trabajo avanzado.
El llamado de atención que la profesora hizo perdió por un breve lapsus la rigidez naturalizada del control de los cuerpos. La apariencia inquebrantable del modo formal de educación quedó suspendida y el cuestionamiento de “lo que se tiene permiso para hacer” quedo rebotando en la sala como una pelota que se desinfla.
Nos quedamos con una sensación extraña al enterarnos por medio de un susurro infantil que avanzó por la sala, que los varones no querían participar porque el lineamiento que el laboratorio invita a pensar pone en valor los saberes de las mujeres de su entorno, mujeres de la isla que dan cara al aislamiento en la porción de tierra con forma de hígado rodeada por el mar. Una de nosotres reacciona al instante, les pide su atención, les invita a pensar lo que acabamos de escuchar, aquella frase automática que la estructura educacional binaria y heroica deposita en esos pequeños cuerpos, cuerpo que después crecerán.