Seguimos avanzando con el mural, el calor nos juega un poco en contra, el cielo ya no está cubierto de nubes como es de costumbre. A los niños y las niñas les cuesta concentrarse, les cuesta enganchar con lo metódico de la pintura mural, los largos períodos parados frente al muro les incomoda y su pintura es intermitente, harta conversación, harta risas, nos acomodamos a sus tiempos, nos relajamos.
Los colores comienzan a emerger por todo el muro, que en realidad es una pared de latón y la comunidad aledaña comienza a darnos saludos de felicitaciones, “¡que está quedando bonito!” nos gritan, mientras sus pies avanzan por el polvoriento camino. Nosotras/os damos las gracias por la buena onda y de vez en cuando conversamos si alguien curiosa o curioso se acerca a preguntar, explicamos de que se trata el proyecto “aisladas”, que es por y para las mujeres.
Colocamos música para escaparnos y romper esa lógica del colegio, tan doctrinaria y aburrida, donde las horas escolares son monótonas y eternas, donde la voz del profe da sueño y se dormita para pasar el tiempo. La música que ponemos no es cualquiera y buscamos que lleve un mensaje crítico y sea motivante para pintar, que diga cosas conscientes y que queden rebotando en sus mentes, fusión rítmica latinoamericana, con instrumentos ancestrales, con identidad territorial, música activa a nuestro contexto. Sabemos que les pueden agradar estos ritmos frescos, música con raíces pero de ahora, hemos escuchado bastante hip hop mapuche por ejemplo, donde la caja militar se reemplaza por el kultrun, y las rimas hablan de tradición oral, el katún, de la resistencias históricas, de atropellos, de descolonización, de la profunda ruptura con nuestros kimche, del despojo del kimun y que el terrorista siempre ha sido el estado.
Uno de ellos nos interpela entremedio del grupo de pichikeche y nos pregunta si somos mapuche. Les respondemos que todos somos mestizos, que somos champurrria, que tenemos mollfuñ mapuche en nuestros kalül, pero que solo una de nosotras conserva el apellido, pero que en el fondo todos somos mapuche, que es un pueblo al que se le obligó a la diáspora territorial. Y comienza a darse una conversación un tanto incómoda, con varios prejuicios televisivos sale el racismo, el arribismo local, que los mapuche son terroristas, que son flojos y cosas por el estilo. Nos impacta el blanqueamiento de su identidad. Se deja ver el típico sueño americano de irse a Estados Unidos y estudiar allá, de aprender a hablar inglés y nos cuentan que les gusta la música “satánica” pero la verdad que es rock pesado, que un par de ellos son evangélicos, que les gusta el hip-hop, que todos creen en dios y que el dinero lo es todo. Nos choca escuchar estas cosas medio en broma, medio en serio. Por suerte no todos piensan de esta manera, pero sí el “líder” del grupo, quien interrumpe cuando los otros intentan hablar o dar su opinión.
Otro niño que se acercó por las suyas, que no era parte del laboratorio pero se acomodó solito y se hizo parte, lo interpeló y le dice que la plata no es todo, que él quiere ir a conocer Colombia y no Gringolandia, y que tiene sangre mapuche. Una de nosotros les pregunta por sus apellidos, ninguno tiene uno indígena y por eso creen no serlo, pero se les pregunta por los nombres de sus madres, de sus padres, de sus antiguos, y ahí está muy cerquita la raíz del bosque nativo. Se sorprenden al darse cuenta que son más huilliche de lo que creían, que son hijos/as de la tierra y no de la pantalla incandescente, se miran entre ellos como si por primera vez reconocieran sus rasgos indígenas, sus ojos achinados, su piel morena, su contextura ancha, su cercanía con la Mapu.