La realización de las retrografías ha activado recuerdos, recuerdos que generan conversaciones y hasta hacen visibles algunas problemáticas. Una de estas es el tema del agua.
Caleta San Marcos partió como un campamento en los años 80s. Pescadores que venían de distintas ciudades de Chile, motivados por la búsqueda de oportunidades para continuar trabajando en la pesca artesanal, comenzaron a asentarse con sus familias en este lugar. Esta situación, sumado al crecimiento del número de habitantes, trajo consigo necesidades y fomentó la organización entre los vecinos, quienes agrupados en una JV y sindicatos, han logrado que con los años, se comenzara con la regularización de terrenos y la posterior implementación de la Villa San Marcos, a la cual, se han trasladado varias familias.
Entonces, en la actualidad, Caleta San Marcos está divida en dos: el campamento -en la orilla del mar- y la villa -en la orilla del cerro- ambos separados por la carretera -un dispositivo que en esencia está pensado para unir y que aquí divide espacialmente-. En la Villa, se cuenta con terrenos delimitados, casas semi-sólidas y sólidas, luz eléctrica permanente y sistemas de evacuación de residuos, situaciones que en el sector del campamento, presentan debilidades pues los terrenos no se pueden regularizar por su vulnerabilidad ante un tsunami -aunque a mi parecer y por su cercanía, la villa también sufriría las consecuencias de uno-.
El acceso al agua, siempre ha sido uno de los principales temas. Al comienzo, existía un estanque comunitario de donde las personas transportaban el recurso con baldes hacia sus hogares. Después de algunas protestas, que incluyeron el bloqueo de la carretera en algunas ocasiones, lograron que el municipio les repartiera agua con un camión a cada vivienda, método que aún continúa. Actualmente, se construye una copa de agua cerca de la villa que abastecerá a la comunidad de forma directa, aunque por ahora, no de forma permanente, sino que en ciertos momentos del día. Todo esto, siempre referido a agua no potable, que es ocupada en contextos de higiene, pero no es apta para consumo.
De los días que llevo viviendo en la caleta, una vez ha pasado el camión que rellena los estanques de las viviendas, pues tiene una frecuencia de 15 días. Cuando escuché el camión, me acerqué a pedir que rellenaran el estanque de la cabaña, la respuesta fue que quedaría para el final y que lo harían si es que quedaba agua en el camión “porque aquí se enojan cuando le damos agua a los de afuera”. Cuando uno vive en un contexto urbanizado, se vuelve invisible el real valor de este recurso, pues lo tienes a la vuelta de la llave y en la comodidad de tu vivienda. De hecho, respecto al agua potable, ni siquiera definí bien su valor monetario al momento de realizar el presupuesto para esta residencia, y no es que uno no sepa su costo ni pueda acercarse al número de litros que bebe, pero realmente en algunas actividades, el recurso se hace invisible por la facilidad con que lo obtienes.
“¿Por qué algo que nos ha costado tanto tenemos que compartirlo con otras personas que ni siquiera son chilenos?”, me comentaba alguien el otro día haciendo referencia al tema de los inmigrantes de otros países, quienes también se han asentado los últimos años en la caleta. Qué difícil es buscar un entendimiento entre las dos visiones, pues desde el otro lado, algunas familias colombianas y bolivianas con quienes hemos compartido algunas conversaciones, me han contado que ellos están aquí por la búsqueda de nuevas oportunidades y una mejor vida para sus hijos -la misma razón por la que nace esta caleta-. Por supuesto que entiendo que no es mi misión solucionar este tema -aunque estando en los territorios nacen las ganas de intentar contribuir en todo- sin embargo, creo importante hacer esta reflexión, pues así nace la empatía y comienzo a entender algunas actitudes y problemas que surgen respecto a este y otros asuntos.