Es imposible no notar que la cuestión de los militares rondando en tierras socoromeñas afecta de manera más directa a la parte femenina de la población. Históricamente las mujeres del pueblo han ejercido su derecho a caminar libremente por las tierras de sus ancestras, entendiendo que estas tierras son muchas veces lejanas al núcleo de asentamiento de la comunidad, tierras perdidas entre los cerros a una, dos y hasta tres horas caminando desde el pueblo. Historias de sus caminatas a cultivar, a pasear a sus animales colindando con otros sectores, caminatas a Putre en que se les hizo tarde y tuvieron que volver de noche o simplemente dormir entremedio de las montañas, cobijadas en la soledad de la noche, donde la única amenaza aparente eran animales salvajes como pumas o zorros y otros seres como duendes o gentiles, cuestiones que en realidad, no las asustan realmente, por que las conocen y saben defenderse. Pero los militares son otra cosa, hombres extraños que reivindican la fuerza masculina como un bien noble, que enaltecen la agresividad, las armas y la violencia física situándose con aires de superioridad frente a cualquier campesinx o indígena, evidentemente, son otra cosa.
Historias de persecuciones desde los tiempos de chilenización, donde la mujer siempre estuvo en una doble posición de vulnerabilidad, no sólo eran de campo, aymaras o analfabetas, sino que también eran mujeres y por ende, débiles o inferiores frente a lo que cualquier hombre de guerra quisiera hacer con ellas. El hecho no sólo ha destapado historias de violencia militar en los últimos 100 años, si no también, dejado en evidencia, cuan expuestas están ellas en su vidas cotidianas a cualquier situación de violación de sus derechos, perdidas en el campo todo el día, a kilómetros de encontrar socorro. Obviamente han crecido así, han aprendido a sobreponerse y valerse por sí mismas, a sacar su fuerza física también en el trabajo con la tierra y con ello una seguridad de autodefensa, no obstante, sabemos que históricamente han sido vulneradas, una, otra y otra vez.
Al llegar escuchamos rumores de violaciones (por parte de los propios vecinos), violencias físicas severas a mujeres que aún conviven con sus esposos y, aún más, un femicidio en el pueblo a una mujer embarazada. Hoy nos corroboraron aquella historia que coincide de manera lamentable con lo mismo. Era una mujer joven que se encontraba embarazada y casada con un militar que tenía una relación con otra mujer en otro pueblo, al enterarse ella, él la golpeó y ahorcó hasta matarla. Otra historia de un vecino agresor, quién al intentar tirarle agua hirviendo a su esposa terminó quemándole el rostro a su hija.
Sabemos que no son sólo los militares, es una fuerza masculina de opresión que tristemente la encarnan hombres de todas las generaciones y contextos, una fuerza que ve ciegamente a las mujeres como objetos de propiedad privada, al servicio y merced de ellos y sus necesidades. Penosamente, el ejército simboliza esa fuerza ciega, esa fuerza que se instala innecesariamente a disparar tiros en tierras de cóndores, en el ejercicio de ostentar su cultura patriarcal, ahuyentando a todo ser vivo a su alrededor, hombres que reivindican la muerte en cada uno de sus actos, mientras éstas mujeres enaltecen la vida entre siembras y crianzas. Qué impacto más contradictorio estar situados en estas tierras en este preciso momento histórico.