Santiago 6 am, la ciudad aún a oscuras, nuestros bolsos acumulados y el bus partiendo. Al amanecer la carretera poco a poco nos lleva a un territorio inusualmente verde que con el océano como horizonte marca nuestro camino a Punitaqui.
Ya en Ovalle la dureza de un sol sofocante acompaña nuestra peregrinación migratoria, en las calles un ánimo festivo de escolares vestidos de huasos y chinas, nos anuncia el inicio inminente de fiestas patrias. Nos subimos al taxi que entre subidas y bajadas de montes llenos de cactus nos traslada al que será nuestro nuevo hogar durante tres meses.
Desde nuestra ventana vemos los cerros cubiertos por el pastizal que se resiste a volver a la sequía, nuestros nuevos vecinos nos dan la bienvenida y nos dirigimos a la Casa de la Cultura de Punitaqui en donde llegamos a los vestigios de una celebración dieciochera, vino de la zona y queso de cabra pareciera ser la consigna local.
En la tarde la gente se reúne en la plaza de la ciudad donde una fonda preventiva da el puntapié a las actividades de fiestas patrias, los asistentes esperan pacientemente hasta que finalmente tras las palabras protocolares, las parejas de diferentes generaciones hacen gala de sus trajes y destrezas al ritmo de la cueca. Nos dirigimos a la casa de Fabiola, nuestra anfitriona de Servicio País, en donde compartimos la noche alrededor de una fogata. Al regreso, una oscuridad más profunda que la que dejamos en la ciudad nos cobija bajo el mismo cielo que nos vio partir hace unas horas.
Lejos del ruido incesante de la urbe, nos aclimatamos al calor, al sonido de los pájaros y a la imbatible cordialidad de todo aquel con que nos cruzamos en el camino, pareciera que lejos de los edificios el otro no parece tan distante.