Qué calmado estaba el Estrecho de Magallanes cuando emprendí mi vuelta. Recién me vine a dar cuenta una vez que dejé de observar como se alejaba la isla desde la parte posterior de la barcaza. Unos minutos antes de varar en el continente me asomé hacia el otro extremo de la embarcación, con la ilusa intención de ver un poco más el profundo del mar, pero todo lo que vi fue un manto de agua indiferente ante el paso de la flota. Alexéi, mi noble amigo que se ofreció para darme alojo en Punta Arenas y llevarme al aeropuerto al día siguiente, se sorprende a sí mismo mientras conduce su Mahindra por tal estado del furioso estrecho que se presenta calmo y silencioso ante la mirada de los recurrentes visitantes que llegan a Magallanes.
Son las 9:30 de la mañana y desde el asiento de mi avión puedo ver cómo aún el agua no se mueve, y aún quedan trazos fucsias y surcos entre medio de las nubes que dejan entrever el sol. Tal como el último amanecer que vi en Sombrero. Pareciera que Tierra del Fuego, y todo lo que mueve el viento, se ha quedado en pausa de pronto me despido de ella, mientras en mi equipaje llevo el material que grabamos junto a los fueguinos para dejarlo reposar y tomar la última curva del proyecto: el montaje.