La ruta a la Escuela de Guacarhue, por lo general, no es nada más que atravesar la calle desde nuestra casita. Hoy con más de 30 kilos repartidos en nuestras espaldas, la ruta se convirtió en un arduo y tortuoso trayecto.
Llegamos a la escuela esquivando las pelotas con las que jugaban los niños, imaginando que si nos caíamos, íbamos a quedar cual tortuga sobre su caparazón. El séptimo nos esperaba con muchas interrogantes sobre nuestro trabajo, pero al ver que desembarcamos con muchos materiales de arte en vez de una evaluación sorpresa, sus expresiones cambiaron de duda a entusiasmo. Por un rato, dejamos de lado las fibras vegetales, para ahondar en otro de los oficios tradicionales que han encantado nuestros intereses artísticos, y en especial del arte precolombino. Unos cuantos niños conocían claramente el trabajo en Alfarería, otros solo se dejaron llevar, y algunos que decían no conocer, fueron de los que más nos costó despegarlos del trabajo y llevarlos a la colación.
No alcanzamos ni a extrañar la totora, cuando nos vimos entrando con un tremendo atado por la puerta de atrás de la liebre, rumbo al taller con la señora Nury, señora Juanita y señora Rosita. Juntarlas fue un acontecimiento que ni ellas esperaban que sucediera, y nos tardó unas cuantas horas que se pusieran al día con sus anécdotas de la iglesia, vecinos y la increíble historia de amor y temporada de la señora Juanita. El resto de la tarde, fue trenzado tras trenzado de totora, compartiendo técnicas, experiencias y una once que se repitió unas tres o cuatro veces.