Alojamos en Palmilla, frente a la plaza principal, a un costado del llamado “Puente de Oro”. Es una plaza verde, con juegos para niños y máquinas para hacer deporte. Tomo mi negra bicicleta, que es el medio más adecuado para llegar a Nenquén si no se cuenta con vehículo propio. No hay buses ni colectivos para llegar a destino.
Salgo dirección a Nenquén. No hay señalética que me informe sobre mi suerte, sin embargo, ya conozco hacia donde ir y los recuerdos me ayudan a avanzar.
Transito del lado derecho de los autos. Debo andar por la berma de la carretera. Debo tener cuidado; no hay ciclo vías demarcadas ni veredas para peatones. No hay espacio para un ciclista ni para la actividad propia del caminante. La berma radiante, solo deja un insulso lugar para la detención temporal de un vehículo.
El sol brilla alto y en el cielo despejado, es acontecido por una efímera línea blanca de alguno de los viajes aéreos con dirección al sur, a la isla o Argentina, que cruzan por esta parte la bóveda celeste.
El asfalto arde.
A los costados de la carretera respira el verde: sembrados, árboles, montes, flores. El viento sopla a favor y me anima a seguir avanzando.
A su pasar, camiones, camionetas y buses me lanzan hacia los bordes del camino. Pienso “debo mantenerme en pie”, y resisto a la fuerte ráfaga que dejan los motores con ruedas. Sigo pedaleando. El viento sigue a mi favor.
El paisaje verde esta bordado por el brillante y alegre color de las flores silvestres que acompañan la carretera. En contraste, y de vez en cuando, se asoman entre las hierbas y los brotes, pequeñas casas de quienes algún día también recorrieron el mismo camino. Animitas de almas de quienes pasaron por estas tierras.
Llego al cruce camino a Nenquén, y me introduzco al abrazo de los árboles que reciben al iniciante. Detrás de ellos, los cultivos de uvas orgullosos trotan con el viento.
Sin embargo, no hay señalética que me indique cómo llegar a Nenquén. No hay información ni hay un cartel que de la bienvenida, que invite a visitar la zona.
Solo dos paraderos me recuerdan que ese camino es la dirección que debo seguir: “doblar a mano derecha, por el camino antes de los dos paraderos rojos”
Sin embargo, a pesar de no ser nombrado por un cartel, existe.
Sin embargo, surge atravesando el largo camino de tierra, entre las casas, el canal y el viñedo.
Me adentro a la calle de Nenquén. Es profunda y angosta. A un costado la viña y al otro las casas de vecinos. Entre las construcciones aparece la Capilla, el centro de reuniones de la comunidad. Salen al paso perros y gatos. Y el canal acompaña la visita.
Solo recorro la calle, sin afán de un objetivo. La recorro para conocerla y escuchar que me dice su silencio.
Cae la tarde, el viento cambia de dirección y lo entiendo como el momento de la despedida.
Camino de regreso me da vueltas en la cabeza:
No es el nombre ni la geografía lo que construye un lugar. Es la vida que lo arma, la vida de los vecinos que la habitan, de los animales que la recorren y de la vida que se cimenta en lo cotidiano, en las relaciones y en la convivencia. Es de ahí que se manifiesta el lugar y de donde brota el alma colectiva. Desde ahí nace Nenquén y desde ahí existe. Aun sin tener carteles que indiquen su ubicación ni carteles que den la bienvenida.