Hoy fue el segundo día de residencia. El caparazón de tortuga es también otras cosas. Es una concha milenaria que guarda unas piedras que no se encuentran en cualquier lugar llamadas esquistos bituminosos, que en simple son piedras que si se presionan con la suficiente fuerza puedes encontrar dos cosas dentro: fósiles o petróleo. Apretar una piedra para que salga petróleo. Gracias a la explotación incipiente de estas bombas prehistóricas de hidrocarburo y a la ambición/plata de un huinca, se construyó un túnel de 4 kilómetros de largo perforando la cordillera. Las Raíces que hasta entonces separaba completamente a Lonquimay del resto de la civilización del lado chileno. Ese túnel fue el más largo de Latinoamérica hasta el 2006, y durante décadas no tenía más cubierta en el piso que los antiguos rieles del tren que pretendían conectar el pacífico con el atlántico, y debía cruzarse en una hora a paso rápido. Hasta hoy solo tiene una vía y cabe justo un auto a lo ancho y un bus de un piso a lo alto.
En la mañana fuimos en camioneta a Ranquil. Había una reunión con las personas de esa localidad para hacerles una introducción sobre como capitalizar su patrimonio cultural y convertirlo en una herramienta para potenciar el turismo. Hubo una descoordinación en la difusión y tuvimos que posponerla para la semana que viene. Aprovechamos el viaje y recorrimos el territorio en donde Isidora Aguirre estuvo varios meses viviendo para desarrollar la investigación que la llevó a escribir Los que van quedando en el camino, obra de teatro que describe los hechos ocurridos en 1934 en la llamada Revuelta de Ranquil, en donde se estima murieron 500 obreros y campesinos, chilenos y mapuches.
Fue un levantamiento en contra de los abusos que sufría la clase obrera en esa zona producto de la explotación aurífera de los ríos y maderera de las araucarias.
El único vestigio que veo es un diario mural en la entrada de la posta de Ranquil que tiene 4 páginas del diario austral de Temuco en donde un reportaje de julio 2015 habla sobre la conmemoración de la fecha. Se entrevista a varios sociólogos, historiadores y profesores que han estudiado y escrito al respecto y casi todos coinciden en lo mismo: la gente no quiere hablar. Sus antepasados han sido estigmatizados como personas peligrosas y ellos quieren respetar la ley.
La última vez que hubo un alzamiento popular por la injustica laboral, el río se tiñó de rojo y eso marcó profundamente a la población. La herida social es la herida personal.
La revuelta de Ranquil no se enseña en ninguno de los 3 colegios que hay en el pueblo, los niños no saben lo que sus ancestros hicieron para restituir un poco de dignidad a sus familias, no hay monumentos, no hay registro. Solo un diario mural con 4 páginas desteñidas en la posta, cuyo equipo está compuesto por una paramédico que atiende las emergencias y un doctor que visita el lugar 3 veces al mes.
Al anochecer vamos a un cerro a tomar una cerveza para digerir el día y ver cómo la noche se apodera a paso lento de las calles. Caminamos por un sendero lleno de arbustos. Las latas de cerveza regadas en el trayecto indican que varios han recorrido este camino antes que nosotros. Nos sentamos a conversar sobre el rol del arte en la sociedad, sobre la posibilidad de generar una acción concreta y práctica, sobre repercutir en la experiencia cotidiana de las personas que habitan el mismo espacio y tiempo que habitamos nosotros. Hablamos sobre lo difícil que es conseguirlo. Hablamos sobre el ímpetu y el deseo por influir en otros, de las personas que estudian pedagogía, y de cómo ese fuego se va extinguiendo rápidamente a medida que la máquina aplanadora de la estructura educacional les pasa por encima. Hablamos de cómo lo mismo nos pasa a los que nos dedicamos al arte: industria creativa, marketing personal, lobby, impacto social, éxito. Nos damos cuenta que perdimos hace mucho tiempo. Que los concursos que tanto nos gustaba ver en la televisión de los 80 en donde se regalaban televisores y electrodomésticos a las personas que hicieran mejor el ridículo, se convirtió en nuestra cultura. Que nos acostumbramos a recoger lo que sobra del plato de los ricos, de los que pueden devorarse la vida hasta el hartazgo, vomitar y seguir engulléndolo todo. Que nos conformamos con lamer los restos de comida que queda en el suelo y nos sentimos privilegiados cuando podemos sentarnos a la mesa con ellos, aunque sepamos que no pertenecemos a ese lugar, que ese lugar nunca va a ser el nuestro, que nuestro lugar está muy claro y siempre será a la altura de las suelas de sus zapatos, pero que ese momento fugaz en que podemos tomar la servilleta de tela, estirarla (imitando sus movimientos) y ponerla sobre nuestras piernas, nos hace creer que somos como ellos. Por un instante nos sentimos como ellos al comer la misma carne que ellos, aliñar la ensalada con aceto balsámico y aceite de oliva como ellos (cuando toda la vida la hemos aliñado con aceite de cocina y limón) y ese gesto nos da una estúpida tranquilidad, aunque en el fondo sentimos una incomodidad solo comparable al estar mintiéndole a tu madre, a tu mejor amigo, a la persona que te follas cada cierto tiempo y que responde tus «te amo» con un «yo también» sin despegar los ojos del teléfono.
Vamos por el día tres.