Yo estaba esperando algún evento que congregara a la comunidad Curanilahuina, y hace varias semanas atrás se había anunciado la Fiesta del digüeñe, la cual se postergó por las inusuales e intensas lluvias. Cuando la confirmaron, no dudé en agendarla.
A Trongol alto se llega en vehículo particular y yo no tengo, pero averiguando, me enteré de que saldría un bus particular hoy a las 9 am. Y ahí estaba yo, “clavada” en la plaza a esa hora.
A medida que Curanilahue urbano fue quedando atrás, el camino se insertó en un bosque de pinos y algunos eucaliptos, o “Euca”, para los amigos, como me dijo mi vecino de asiento. Después de una hora de movimientos arriba del bus, y cuidando de mis usuales mareos en viajes, ese bosque de pinos quedó atrás y comenzaron a aparecer otras especies. Araucaria, roble, canelo, ciprés, boldo y seguramente, otras que yo no reconozco. El contraste del recorrido me dejó impresionada, parece que ya me estaba acostumbrando a ver solamente pinos.
Al llegar al sitio 1 de los Cipreses, ya se sentía olor a animalito asado, pero la fiesta estaba recién comenzando, así que mientras recorrí parte del bosque. En este lugar volvieron a hacerse presentes los monocultivos, pero entre ellos aparecieron, como negándose a ceder su territorio, algunas especies de bosque nativo. Sorprendente y angustiante fue ver algunas de las araucarias enfermas, pues varias de las que estaban allí y en el camino, tenían el mismo árido aspecto. Mientras observaba las araucarias, alguien se acercó a mi lado y comentamos sobre lo simbólico que podría ser el paisaje. Araucarias enfermas, enfermas de atropello e injusticia. Y es que, a su entorno, se suman los últimos acontecimientos que están muy presentes en el cotidiano de la comunidad. Se cree que el apagón de luz del viernes pasado fue producto de las respuestas ante lo acontecido, pues la provincia de Arauco no ha dejado de manifestarse, y los televisores y radios de los almacenes han estado permanentemente sintonizando noticieros.
Mientras recorrí el lugar, conocí a Abraham, quien junto a su padre venían de Santa Juana a ofrecer elementos de cuero curtido, espuelas, mantillas y chupallas, elementos frente a los que mi curiosidad no dejó pregunta por hacer. En mi ruta también probé algunas preparaciones con digüeñes, ensaladas, empanadas y salsa; y mucho me hablaron del Changle, así que ya forma parte de mi lista de pendientes.
Desde que llegué me había causado curiosidad la venta en la calle del tallo de la nalca. Yo ya conocía el uso de su hoja —o pangue—, en la gastronomía chilota, y algo conocía de la utilización del tallo. Lo que me sorprendía era la coloquial acción de sacarle las espinas, partirla, pelarla y comerla, mientras se camina —como quien muerde una manzana—. Hoy la probé, así, de pie, bajo el sol, sin ninguna herramienta más que las manos de Don Rodolfo, mientras me contaba del gen cultural mapuche, que se evidencia en la acción.
Hoy conocí a un montón de personas más y todas tenían algo que contarme. Estoy segura de que todos sus relatos incidirán positivamente en esta residencia. Me vine con la mochila cargadita, llena de memorias, recuerdos, expresiones y cultura.