Luego de un par de reuniones del colectivo, las ideas han ido apareciendo inmediatamente. Los primeros diagnósticos tienen que ver con la poca participación de las personas, lo desfragmentado del tejido social, la inutilidad de las juntas de vecinos o más bien el hecho de que estas se arman con fines demasiado concretos, es decir, conseguir fondos para proyectos y continuar con la larga cadena de asistencialismos que se replica en varias comunas parecidas a Lonquimay.
En ese sentido, las juntas de vecinos no articulan a la comunidad, no tienen un sentido comunitario, sino meramente utilitario.
Por otro lado, los espacios públicos no se utilizan, salvo para actividades comerciales. La plaza pública, que en algún momento era centro de reuniones, se ha convertido en un estéril cuadrado de cemento. Las calles están vacías. Las canchas también.
Conversando con el colectivo aparecen recuerdos de cuando ellos eran chicos. Algunos recuerdan una vez en que vino un grupo, no saben bien si de teatro o de circo, que armó lo que ellos llaman «El Aquelarre»: una especie de juego que hacía participar a los niños de diferentes poblaciones y en donde tenían que recorrer diferentes sectores haciendo pruebas. Todo terminaba con una fogata enorme en el cerro. Eso pasó hace más de 15 años, y todos lo tenían grabado en la memoria.
Luego me cuentan que lo único que ocupa las calles, además de las ferias para vender productos, son las procesiones religiosas, San Sebastián se lleva el primer lugar en cuanto a convocatoria.
Empezamos a darle vuelta a la idea de ocupar el espacio público, de trasladarse, de hacer una sub-versión de las procesiones. Qué pasa si hacemos una procesión pagana, una que tenga que ver con la historia del pueblo, con las identidades de las poblaciones. Quizás en vez de un santo, lo que trasladamos son niños sobre un altar. Quizás deberían ser viejos, porque son los que cuentan las historias. Quizás un viejo y un niño. Una señora mejor. Una señora de cada población, la más representativa, la que tenga más historias, la más antigua, se sube al altar pagano y le cuenta a su nieto su recuerdo más antiguo. El pueblo mueve este altar de población en población. La historia sobre sus hombros. Queda, decimos todos.