Lo más difícil en toda esta residencia ha sido convocar gente. Es una crisis que al parecer no tiene solo que ver con mi forma de trabajo, sino que tiene que ver con una crisis de participación general y antigua en Lonquimay. Conversando con las personas del colectivo y también con Antonieta, la encargada de cultura, me dicen que la participación es el problema principal aquí. No hay organizaciones ciudadanas, ni sindicales, ni de ningún tipo. Las únicas organizaciones que hay son juntas de vecinos, que se reúnen para pedir cosas: comités de vivienda que luego se transforman en juntas de vecinos y que siguen en la lógica de pedir y pedir, nunca desde lo social o comunitario.
Dada la mala experiencia con colegios, tomo la decisión de no seguir intentando buscar al grupo de trabajo en la institucionalidad.
Trato de pensar en un grupo de personas con las que pueda contar y me es muy difícil. Sin embargo en las conversaciones con las personas del colectivo aparece este grupo de cabros que hemos llamado la «generación perdida», un grupo de personas que ya salieron del colegio, pero que aún no tienen trabajo y que han decidido no estudiar.
Personas que no han logrado sobrevivir fuera del pueblo porque su ritmo de vida es radicalmente distinto, y afuera no logran adaptarse, pero que acá también son un fracaso, según lo que el medio les impone como fracaso.
Nuevamente hacemos un giro e intentamos llevar el proyecto hacia ese lugar.
Como pretexto busco generar un lugar de convocatoria: en la sede de cultura hay un espacio que pide a gritos ser recuperado, al lado de un colegio abandonado (que es parte de lo que ahora es la sede de cultura), hay un patio que podría ser perfectamente un lugar de reuniones, con un escenario y un sitio para generar encuentro. Pienso que esto los puede motivar y pongo mis esfuerzos en ello.