Desde pequeño he sentido cierta fobia hacia los perros. Particularmente, un perro ladrando frente a mí, me paraliza. De allí mi placer y comodidad por los gatos y todo -otro- tipo de animales. Creí que con el pasar de los años había sobrepasado aquello. Hasta el día martes cuando subí a la toma Violeta Parra para visitar a algunos amigos y hacer algunas fotos.
A la vuelta de la esquina en la cual se ubica su cabaña, un grupo de ocho perros, negros como la noche, estaban observándome de modo muy alerta y desafiante en el camino de tierra bajo un hermoso cielo azul. Estaban ubicados estratégicamente: tres en el pasaje, evitando la entrada a la casa, tres más al otro costado, para evitar seguir subiendo y dos más de frente, parados en sus cuatro patas ladrando cada vez más intensamente. Una formación completamente defensiva, como en los mejores tiempos de Nelson Acosta en la selección chilena. Y yo ahí, con una bolsa llena de pan, huevos, jugo y chocolates para la once, y una mochila que se mojaba por el sudor helado que padecía en ese momento.
La Violeta Parra se hacía notar. Los perros, en ese estado de salvajismo y constante contacto con la naturaleza entre bosques, quebradas y animales, despertaban su instinto más primitivo, como si se tratase de un relato de Jack London. Colmillo Blanco estaba ahí, encarnado en esos canes que bajaban lentamente hacia mí, ladrando más fuerte y sumándose por los costados dos perros en fila por lado. Entrenamiento marcial, legiones romanas, todas las películas de guerra se me pasaron por ese momento. Me hacían descender paso a paso. Entre risas nerviosas y cuestionamientos a mi existencia, llamé por teléfono a Juan para que me viniera a buscar. Juanito, el encantador de perros. Los animales se le acercaban, lo olían y le hacían mimos, mientras que a mí me ignoraban. Tan mansos como cachorritos. A medida que llegábamos a la cabaña, mi cara iba recuperando su color natural y Juan reía amistosamente.
Entiendo a los perros, entiendo la Toma Violeta Parra y me entiendo a mí. No cualquiera puede entrar. Y no cualquier puede estar allí. Pero si se entra y se está allí, eres como uno más de la manada.
Hugo Cari