A doña Rosa la conocimos sin querer en la la lancha camino a Caleta Cóndor, intercambiamos algunas palabras en el trayecto donde nos contaba que vivía río arriba y río abajo, que tiene junto a su marido dos casas, ambas con cabañas para alojar la oleada turística que trae el calor del verano y lo hermoso de este lugar. No hemos podido conocer Cholguaco río arriba, ya que está adentrado en los cerros, y es inaccesible para forasteros como nosotros, el único transporte es el propio bote.
Después de pasar la barra, lugar donde toda la flota que va en la lancha arriesga la vida y se genera una complicidad común en el miedo a volcarse (según cuentan es de las más peligrosas del sur), respetada por marineros y temida por la población, ya que en el cauce del tiempo en este territorio se ha llevado muchas vidas. A la señora Rosa la dejan en una casa pegada al caudal en la curva que da el río, la sale a recibir un señor casi de su misma altura, muy animoso y ágil en sus movimientos. Nosotres junto a la embarcación seguimos rumbo a la playa chica, nos despedimos a la distancia que aumenta con el ruido del motor, sin saber que más tarde los visitaríamos en su casa.
Nos contactamos por whatsapp con don Víctor Inzunza. Nos han hablado mucho de él por ser artesano de la comunidad, al igual que don Ariel Millacheo. Muy contento nos contesta que estará solo por la noche en su casita de abajo.
Vamos ya caída la tarde, una caminata por la huella en un lugar que no existen las veredas. Caminado entremedio de una bosque húmedo, la lluvia amenaza con acompañarnos a su casa de tejuelas a las faldas del cerro y a orillas del río. Después de caminar cerca de 40 minutos nos adentramos a una casa cálida, entera hecha de madera, puertas de madera, mesas de madera, escalera de madera, objetos de madera, una pintura cuelga en la pared que es la vista desde el cerro de la isla tortuga, que desde cierta altura devela la veracidad de su nombre. Esta imagen la encuadra un marco de madera.
Casa muy acogedora por el calor que emana la cocina a leña que ellos llaman estufa, después de presentarnos, darnos la mano y mirarnos a los ojos, se genera una conversación entorno a sus haceres, nos invitan cariñosamente a tomar once con pancito amasado, tomatito de su huerta y huevito de sus gallinas que tanto estiman.
Nos hablan de todo, de cuando llegaron, de lo difícil que ha sido, de cómo lo hacen para vivir en ese lugar, ya que solo habitarlo es un gesto de resistencia, de lo reacios que son a la idea de la carretera costera y los estragos que podría causar si tercamente se construye. Nos hablan de los malabares que se hacen para habitar aquel pedazo primigenio, del puma que se come los animales y también de sus artesanía, de los distintos tipos de madera que recogen para sus tallados y nos hablan de que su proceso creativo, lo realizan ambos, ella dibuja y él talla. Es una experiencia llenadora en tanto sentido poético del habitar, se ve en elles una manera muy armónica con el territorio en un alejamiento autogenerado. Cargan con una identidad local y un conocimiento sobre el paisaje que nos asombra. Pasada la noche nos acerca a la playa chica y un río de estrellas reflejadas nos acompañan.