Ya en la recta final para el desarrollo del libro, con las entrevistas ya realizadas, y la mayoría de los registros fotográficos listos, nos enfrentamos a un lugar de toma de decisiones.
La recopilación de anécdotas, historias y relatos vino a reforzar algo que se había dejado ver semanas atrás. Lejos de encontrarnos con versiones críticas, nos encontramos cada vez más con esas «versiones oficiales»; con ese no hablar «ni de política, ni de religión, ni de fútbol”; con versiones poco claras o con desconocimiento a la hora de abordar “ciertos hechos”.
Y reafirmamos que se hace muy difícil encontrar una verdad, una historia, una línea de tiempo compleja que nos permita descubrir quiénes son las y los habitantes de Laguna Blanca.
Cuando nos preguntamos ¿Cómo se representa un territorio? ¿Cómo se representa la genuina esencia de un territorio? ¿Cómo lograr que las voces, relatos, dolores, alegrías, aromas, esperanzas, desilusiones, puedan concentrarse en ese “algo” que las pueda proyectar hacia el futuro? Surge la interrogante ¿Cómo dar cuenta de un lugar de paso, de un lugar que progresivamente se ha ido despoblando tras su constitución como comuna, de un lugar que fue una conquista del campesinado y del emprendimiento colectivo, que sufrió una fractura (tal como el resto de Chile) con el Golpe Militar de 1973 y en el que se dificultan los consensos al intentar reconstruir los relatos que constituyen su historia? ¿Cómo se representa un territorio, haciéndole justicia a quienes han resistido permaneciendo, a las nuevas y nuevos habitantes, y a quienes ya no están, pero son recordados insistentemente?
Todos tenemos una historia, cargamos con ella, la contamos. Esa historia está íntimamente ligada con el conocimiento que tenemos del mundo y de nosotros mismos.
Para cualquiera, el peso de ese pasado es innegable. No se trata de volver físicamente atrás, sino de ser capaces de revivir las mismas experiencias sin el riesgo de ser tocados nuevamente por las mismas situaciones, porque lo que buscamos es observarlas cual objeto de estudio, para entenderlas, no necesariamente para superarlas, pero si para aprender a vivir con ellas. Recordar es instintivo, y en ese proceso, lo maravilloso radica en la subjetividad, puesto que un recuerdo carece de la posibilidad de articularse como una verdad absoluta. Para establecer ese tipo de verdades, se requiere de un constructo, que asoma como una necesidad, muchas veces institucional, para el establecimiento de un relato común, un relato superior, capaz de fijar y/o anular la experiencia de cada uno, para pensar en una versión única y oficial.
Bajo ese prisma de subjetividad, es probable que no haya nada más difícil que contar la historia de sí misma/o. Contar la historia de un territorio, desde la propia historia, desde el profundo ejercicio de la memoria, implica dudar, contradecirse y sobre todo re habitar esos lugares, esas conversaciones, esos espacios de tiempo dedicados a las preguntas, desde las más simples a las más complejas. Contar la historia de un territorio, desde la propia historia, implica recordar eso que muchas veces no se quiere recordar. Se hace casi imposible editarla pues es un acto instintivo de selección, retazo a retazo, de todos los momentos que van tejiendo la coherencia de nuestro relato. Contar la propia historia, es siempre un acto de valentía, es un acto necesario en un momento necesario, un acto de valor.
Aiken es la búsqueda de la verdad en términos de identidad y trascendencia de una comunidad, dos conceptos fundamentales que en conjunto logran generar esa mirada multitemporal que nos permite mirarnos rompiendo la lógica arcaica de una línea temporo-espacial, pudiendo a la vez; espejar eso que hemos sido, entender eso que somos y proyectar eso que queremos/debemos/podemos ser.
Creemos en el territorio definido no solo por el espacio físico-geográfico que ocupa, sino que fundamentalmente, por cómo es delineado por la comunidad que lo conforma, un espacio yermo y deshabitado no termina de ser un territorio, pues carece de su factor fundamental: las personas que lo definen.
Aiken, finalmente, es para nosotros la constatación de una tesis.
Tenemos por un lado que el territorio no se conforma sino con la gente que lo vive y por lo mismo es imposible definir su tránsito histórico, desde el punto de vista de la memoria, mediante el relato de sucesos que no puedan ser contrastados con sus habitantes. Por otro lado, entendemos la fotografía como parte del carácter subjetivo de la historia, alejado de la rigurosidad académica y que logra visibilizar el factor humano, emocional y cotidiano de la memoria social.
El resultante es Aiken, que se ha configurado como un libro de retratos fotográficos de los habitantes de Laguna Blanca, pues hemos llegado a la firme convicción que la identidad no es nada más ni nada menos que la memoria no solo en sus almas sino también en sus cuerpos y en sus rostros, esos rostros que al final del día y sin excepción, terminan inevitablemente reconociéndose en su infinita hermandad.