Visitamos la casa de la Señora Blanca y su familia. Llegamos hasta allí viajando en bote a remo, y descendemos en una vega en donde se construye una cabaña. Vemos gallinas, vacas, gansos, chanchitos pequeños y grandes, perros, gatos y de fondo la tupida cordillera de la costa.
Entramos y nos esperan con el calor de la cocina a leña. Les preguntamos acerca de cómo llegaron a este lugar y cómo ha sido la vida aquí. Al principio les cuesta hablar e iniciar la conversación, pero sonríen y de a poco nos van contando. Nos invitan a recorrer la huerta que tanto les ha costado que crezca debido a las lluvias y al frío. Le pregunto a la Sra. Blanca si por el sector crece lawen (plantas medicinales) y me responde evasivamente. Vuelvo a preguntar por las medicinas y me dice que no sabe. Intuyo que si tiene esos saberes pero muy escondidos, ya que al decir la palabra en mapudungun “lawen”, ella sabe a lo que me refiero. Nos sigue mostrando su tierra. Nos enseña cómo sembrar, cómo abrir la tierra para enterrar las semillas y luego cómo se cuidan para que no mueran.
Uno de sus hijos nos comenta que antiguamente tenían otra ruka (casa en mapudungun), y lo dice con esas mismas palabras. La echaron abajo porque el sector donde antiguamente estaba ubicada, se inundaba por la crecida del río. Luego vuelve a salir en el relato de la Sra. Blanca la palabra: “Ruka, rukita, nuestra rukita”. Más adelante nuevamente su hijo nos cuenta: “mi mamá tejía en unos palos enormes en la ruka, afuera”. Le pregunto a ella si aún tejía y responde que no, y que tampoco se acuerda. Le pregunto “¿y tejía makuñ?” (Poncho) y me contesta que sí. Su hijo entra y sale de una habitación y dice “aquí está mi mamá”: vemos con asombro y emoción una antigua fotografía. Era la Sra. Blanca más joven, tejiendo en su antiguo witral, en la antigua ruka forrada en tejuelas de alerce. Seguramente ella, con los años, ha ido escondiendo sus saberes por vergüenza, por miedo a ser señalada, por todo lo que ya sabemos, ese silencio cultural que muchas/os mapuche han vivido. En esa foto está toda su ancestralidad, una memoria activa, viva, sin ninguna posibilidad de ser invisible. Es entonces cuando ella entra a su habitación y va a buscar un makuñ tejido por ella, lo muestra, se siente en confianza para abrir ese espacio.
Al retirarnos de su casa llenos de emoción, me dice: “¿y no se va a llevar un poco de toronjil pa´l susto? Me regala un racimo de lawen para que me haga una infusión antes de dormir. Ella entendía que estábamos hablando la misma lengua. Nos vamos en el bote de vuelta pensando que la memoria es igual a la tierra que se abre para sembrar, y hay que cuidarla para que los frutos vuelvan a crecer.