Una residencia es una situación de vida liminar. Es como si mi cabaña estuviera construida en la playa; no estaría ni en el mar ni en tierra firme, y eso tiene como consecuencia situaciones obvias, pero que requieren de un esfuerzo extra. No te estás alojando en un lugar permanente, por lo que te da lo mismo no tener ciertas comodidades domésticas, porque sabes que no te quedarás. Al mismo tiempo, esto te lleva a gastar horas y energía en solucionar problemas cotidianos.
Más allá de las anécdotas domésticas, la situación de vivir una residencia conlleva una experiencia particular en cuanto a los vínculos que uno establece con la comunidad. Por un lado, el tipo de proyecto que estoy levantando necesita de la creación de vínculos de confianza. De participar con la comunidad y estar ahí cuando alguien lo necesita. La otra cara de la moneda es cuando las personas empiezan a verte como parte del paisaje y eso les gusta. Y ahí una tiene que ser sincera y recordarles que solo estarás acá hasta diciembre. Esa es la parte compleja, porque estás todo el tiempo en un dar y quitar. En un equilibrio que necesita derribar muros para funcionar, pero que al mismo tiempo requiere de ciertos muros para controlar expectativas. Pero en el caso de esta residencia en particular, la cosa es aún más compleja.
Se supone que es una residencia de arte colaborativo. Pero desde donde yo lo veo, para que el elemento colaborativo sea real y auténticamente transversal, el proyecto tiene que nacer de la comunidad misma. El minuto en el que se introduce un artista (o para articular mejor el argumento, podríamos hablar de un etnógrafo o mejor aún, un observador), las dinámicas se alteran por la simple presencia del extranjero. En este contexto, la transversalidad no es más que una utopía. Es a lo que aspiramos con cada actividad que realizamos, pero nunca lo logramos. No podemos mirar directamente al sol, solo a sus bordes. Esto es lo mismo. La premisa de enviar a un extranjero a un territorio, automáticamente anula cualquier posibilidad de real transversalidad. Pero somos artistas, por lo que saber la imposibilidad de algo no impide que le demos millones de vueltas y desarrollemos estrategias que nos acerquen lo más posible.
Creo que aquí hay dos estrategias básicas: la primera, quizás la más práctica es parar de mirarse el ombligo y desarrollar la residencia desde la implementación de actividades participativas con autorías colectivas. La segunda es intentar generar estrategias de trabajo que vuelen lo más cerca del sol posible antes que nos quememos. Creo que mi estrategia está justo al medio. Tengo claro que para poder implementar la segunda opción, se necesita de un reconocimiento dentro de la comunidad que requiere de más de tres meses. Por otra parte, las experiencias que he tenido en esta comunidad en particular me hacen desconfiar de la mera participación. Tengo el miedo de que al simplemente participar, sin tomar responsabilidades autorales, la experiencia de la residencia tenga un efecto casi nulo en la comunidad. A modo de ejemplo, ayer estuve media hora tratando de explicarle a alguien que si bien a mí me parece que su idea no es adecuada en el espectro en que él la plantea, de todas formas debe ser presentada al grupo y la decisión sobre su ejecución y el espectro de la misma cae en la discusión y voto grupal, no en mi opinión particular. Y entiendo por qué él no lo ve así. Para él es mí proyecto. Porque claro, en el fondo la que llegó al pueblo a levantar y ejecutar el proyecto soy yo. La transversalidad es solo una ilusión del otro, la comunidad siempre lo ha tenido claro, y la real pega es lograr establecer dinámicas en las que una se convierte en facilitadora de ciertas situaciones, pero parte del equipo en otras.
Es difícil generar ese equilibrio a la vez que se vive suspendida en un umbral, siempre entre dos mundos; nunca realmente aquí -porque no tienes una real proyección en el tiempo-, pero en ninguna otra parte –porque el proyecto no te permite pensar en el futuro, estas siempre en hoy-. La playa de Tortel no la ocupan los locales (casi solo los turistas), y es más que nada porque ya no hay clubes deportivos que la ocupen para jugar a la pelota, pero también porque la mala construcción de los baños públicos hace que los locales piensen dos veces antes de ir a jugar en la arena. Así, desde la playa vemos las barcazas, lanchas y chatas navegando por el Baker. Te das vuelta y ves a la gente caminando por las pasarelas, cargando leña, yendo al almacén, visitando a los vecinos, viviendo. Mi cabaña imaginaria en la playa se encuentra en ese umbral bello pero inútil, inhabitado, pero por el que nos movemos los fantasmas que tenemos el privilegio de vivir entre mar y tierra; entre nuestra vida cotidiana y el trabajo de la residencia, simultáneamente presentes y ausentes; espectros de frontera.