BitácoraResidencias de arte colaborativo

Residencia: Contra la amnesia del rigor Tortel , Aysén - 2017 Residente: Francisca Alsúa
Publicado: 3 de septiembre de 2017
Antes de partir

El camino a Tortel es largo. En mi caso, desde Viña a una parada obligatoria en Santiago para imponerle a mi madre el cuidado de mi gato y un frasco de masa madre (habiendo antes encargado las plantas al conserje y a Milton –un resiliente y emprendedor cuesco de palta con 10 cm de raíz– a mi hermana). De Santiago a Balmaceda en avión y luego cuarenta minutos a Coyhaique. Al otro día, un bus interurbano recorre los 330km de Carretera Austral hasta Cochrane. Una distancia que para los que vivimos en áreas mejor conectadas del país no parece mucho, pero que acá en Aysén se recorre en siete horas cuando el camino –y el clima– lo permiten.

La primera vez que vine, hace algo más de un mes, este particular tramo, entre hielo, nieve, y un evento de camión versus hielo (sin daño humano, por suerte), me tomó quince horas. Mientras esperábamos a la retroexcavadora al borde de la carretera, anochecía rápidamente. Los demás pasajeros –todos locales, porque a quién más se le ocurre hacer este recorrido en pleno invierno– creían que tendríamos que pasar ahí la noche. Mi nortina ingenua partió por preocuparse de que en algún minuto al bus se le acabaría el petróleo y nos quedaríamos pasando la noche en medio de la nieve y sin calefacción. Pero nadie parecía preocupado y asumí que si tu pega es hacer ese recorrido todos los días, bajo nieve, granizo, sobre hielo y a través de tempestades, lo más probable es que estés preparado para tales imprevistos. Así que me resigné a esperar. Fue ahí, preocupada por el colapso nervioso que probablemente estaría sufriendo mi madre al notar que no llegaba y mi teléfono seguía sin señal, cuando una señora me dijo la frase más sabia que he aprendido en el último tiempo: “Nada que hacerle mija, si en la Patagonia, el que se apura pierde el tiempo”.

Al día siguiente, otro intrépido bus recorre –en tres horas más o menos– los 125 últimos kilómetros de Carretera Austral hasta Tortel. Lo largo del viaje te va poniendo en un estado de ánimo particular. Para mí, el camino es casi una meditación. No hay nada que hacer. Ni señal de teléfono. Si me concentro en lo que hay afuera del vidrio empañado, el ripio, las curvas, la velocidad, el calor encerrado y el agua condensada que queda luego de desempañar el vidrio con el brazo, conspiran en la receta perfecta para el mareo y sus efectos. Así que solo queda pensar, dejar correr la mente. Sin objeto ni posibilidad de fin práctico. Un metraje infinito de celuloide mental que pasa a medida que avanzamos por los kilómetros de carretera. Es en ese estado de ánimo, que tras tres días de viaje se llega a la caleta.

Tortel queda en un bolsillo de fiordo verde entre los Campos de Hielo Norte y Sur. Viven muy pocas personas y el clima y la geografía dictan la necesidad de un cierto rigor para habitar esta localidad. Entre roca y laderas, hay muy poco suelo, por lo que las casas se alzan como palafitos y las calles son en realidad plataformas de ciprés que unen todas las casas del pueblo. Hermoso, pintoresco, turístico, para quien viene en verano, entregado a la certeza de lluvia. Pero vivir en este contexto a diario es distinto. Las pasarelas al mojarse se ponen jabonosas y en invierno se congelan (aún peor). Hay que andar con cuidado, con zapatos con suelas rugosas y muchas veces crampones. Las pasarelas no son planas y las escaleras dificultan el desplazamiento. Es una pesadilla para personas con movilidad reducida, y es así como muchos de los habitantes más antiguos han debido cambiar su localidad por una vida con calles y un hospital en Cochrane. Pero ese rigor no solo tiene que ver con desplazarse. Una gran parte del día se dedica a conseguir, trasladar y picar leña para mantener los fuegos, y es así como en esta región, cualquier actividad productiva está supeditada a las actividades de supervivencia. Ausentarse por días para hacerse exámenes o pasar semanas aislados en los campos es parte de la realidad. Y si bien no queda mucho de aquellos balseros que remaban sus balsas cargadas de madera a contracorriente por el Baker, son sus hijos quienes siguen combatiendo contra los elementos para construir casas de madera sobre pilones y extender la red de plataformas que conecta el pueblo.

Así, la vida en este pedazo de Patagonia pareciera pausada y tranquila, pero en realidad es como un pato que flota impasible, mientras bajo el agua sus patas se baten desesperadamente como los propulsores de un barco. El mundo en Tortel se equilibra entre la normalidad del aislamiento y los vínculos estrechísimos de cooperación entre vecinos; entre la falta de apuro y la sensación que el trabajo por sobrevivir no acaba nunca; entre la hermosura del paisaje y la inclemencia del clima. En ese contexto, es un desafío programar un proyecto de arte colectivo en tres meses. Cada vez que alguien tiene que salir del pueblo, se ausenta por al menos una semana y la continuidad será un desafío constante. En la Patagonia el que se apura pierde el tiempo, pero eso es porque como dijo por ahí un sombrerero loco “Si conocieras el tiempo tan bien como yo, no hablarías de perderlo”. Acá el tiempo no se pierde, solo corre a una velocidad diferente. Y es en este mundo, que a veces pareciera haber sido olvidado por Chile, que todos parecen tener una historia que contar. Alguna forma de aportar, alguna voluntad de participar. Se siente en el aire una necesidad de validar el sacrificio diario de los pioneros y sus familias. De rescatar ese esfuerzo del anonimato de la normalidad. Esta va a ser una residencia de memoria. No de la historia casi leyenda de los primeros colonos que murieron en Bajo Pisagua, ni una cronología oficial de las primeras familias. Probablemente será una colección de formas de memoria colectiva que intentan comprender la realidad propia dentro de una localidad que lleva sesenta años luchando por convivir con una geografía inclemente, sin darse cuenta de su excepcionalidad.

« Ir a residencia