Al país donde fueres, haced lo que vieres. Esa es la versión del refrán del Quijote que me llegó desde chiquitita. Y es verdad. ¿Cuál es la gracia de ir a lugares si uno no va a intentar entender a las personas que los habitan? En el caso de esta residencia, la situación se vuelve aún más imperante.
El primer objetivo de realizar este proyecto de memoria es, más allá de la creación de un archivo, reactivar o, mejor dicho, fomentar la reactivación de ciertos vínculos y ciertas interacciones dentro de la comunidad. Pero es demasiado cómodo pasearse por las pasarelas conversando con gente y obviando que en este territorio, los pobladores que viven en los distritos también son parte de la comunidad. Por otra parte, la existencia de una lancha subvencionada indica el vínculo constante entre los pobladores de los distritos y los Tortelinos. Esta lancha como medio de transporte público también indica otra cosa: acá navegar es parte de la vida. A mí me cuesta mucho conversar con gente y no intentar empatizar con mi interlocutor, pero es difícil cuando hay realidades que no conozco. Y no puedo pretender saber o haber experimentado de todo, pero eso no quiere decir no pueda aprender, así que no queda otra… habrá que subirse a la lancha nomás.
El primer viaje fue a El Bravo. Fuimos solos con Don Juan y Paulo, quienes manejan la Delia del Carmen. Es un viaje corto, como de 2 horas, o 2 horas y media de ida, y si bien a minutos la lancha pareciera que apenas se mueve, lo cierto es que con Don Juan y Paulo es imposible aburrirse. Yo pensaba que al llegar al Bravo llegaríamos a algún poblado, pero obviamente estaba equivocada. La parada en el Bravo es solo un muelle con un pequeño refugio al borde del camino. Quien quiera cargar leña u otras cosas a la lancha tiene que llegar a ese muelle. Esta vez sólo habían 2 hombres que cargaron leña rápido a la lancha y se fueron. Nos quedamos esperando un buen rato por si aparecía alguien más. No pasó nada.
Al volver sentí que había sido un día un poco inútil al no poder conocer a nadie. Pero la verdad es que no lo fue. Los viajes largos, ese desgaste de esfuerzo y recursos para que una sola persona pueda mandar leña del campo al pueblo es característico del ritmo de vida en la localidad. La lancha subvencionada existe y recorre las localidades y a veces la gente la necesita y otras navega por las puras, no se puede predecir. Pero por derrochador que parezca para una citadina acelerada y deformada por procesos productivos capitalistas, lo cierto es que acá cada uno vale y cuenta. Y mientras haya una familia viviendo en una localidad recóndita, la lancha seguirá yendo, porque acá todos valen y todos cuentan. Ojalá en el resto de Chile valoráramos a nuestros vecinos de la misma manera. De seguro viviríamos en un mejor país.
El miércoles partimos al Pascua. Ahí vive la Sra. Amelia en un campo enorme. Para allá el tramo es largo y esta vez nos tocó ir con más gente. La mayoría se bajaron en islas -que aún no me explico bien como reconocen- y una pareja se devolvió a su campo (con 2 perros y un gato que viajaban dentro del bote que remolcó la lancha). El viaje de ida dura alrededor de 3.5 horas. Al llegar, la Sra. Amelia nos espera con almuerzo (es el segundo almuerzo del día), se ríe mientras regaloneamos a 2 cachorros y nos pasea por los invernaderos. Ahí me entero que el camino que llega hasta ese campo es el mismo que se conecta con el del Bravo, y que para llegar en la lancha nos dimos una vuelta enorme. Pero sigue siendo más fácil mover carga por el río que por el camino. Para romper la monotonía de la vuelta, Don Juan y Pablo me dejan manejar la lancha un rato. Lo cierto es que entiendo que conocen el paisaje, pero de verdad no me explico cómo saben dónde dejaron a la gente… yo hubiese pasado horas recorriendo el fiordo a ver si le achuntaba a cada una de las islas. A medida que vamos recuperando pasajeros, compruebo que si bien me encanta navegar, realmente no sirvo mucho para estacionar la lancha –la perfección aburre, dicen por ahí-. Tal como a la ida, vamos todos de buen humor. Corren los mates y la sopa de cordero (almuerzo 3), las tallas no paran y nos reímos el día entero. Cuando volvemos a Tortel, son pasadas las 9 de la noche y nosotras nos vamos a la casa, pero a los demás aún les queda descargar la leña en los muelles, y al otro día, temprano a subirla a las casas o temprano al monte nuevamente.
Yo antes me imaginaba que el viaje a los distritos tomaba a lo más un par de horas y encontraba chistoso todo el cocaví que llevaban a la lancha (sigo creyendo que 3 almuerzos es un exceso). Pero la verdad no me sorprende saber que estaba súper equivocada. Los piques son largos, incluso más que por tierra. Pero acá moverse siempre termina siendo así. En el bus van todos mirando hacia delante. Es más fácil ignorarse y mirar por la ventana. En la lancha eso es imposible, estamos siempre mirándonos, pegados unos con otros, cocinando, repartiendo mate y café. Es una instancia completamente distinta de la cual el pasajero no se puede abstraer. Es verdad que en los lugares donde llega el camino, es más lenta que un bus. También es cierto que no siempre hay dónde sentarse. Si el mar está revuelto, deben ser viajes adrenalínicos y mareadores. También es cierto que la lancha está ahí para acarrear carga, lo cual no se puede hacer en transporte público terrestre. Pero la experiencia de navegar la lancha subvencionada va más allá es un lugar para compartir, y quizás por eso, a pesar de que ahora hay más caminos, sigue siendo un medio de transporte tan solicitado.
Así que si… esta semana no grabé a nadie. Pero ahora entiendo tantas cosas que antes no. El acompañar a actividades propias de la comunidad me ayuda más a entender realmente cómo viven y así no solo empatizar con las personas, pero también acercarme y dejar que me conozcan en otros ámbitos. Ser más parte del paisaje. No basta con que me conozcan, me tengo que involucrar. Como escribió Cervantes, “Cuando a Roma fueres, haz como vieres”.