Cuando una se involucra mucho en un proyecto –da lo mismo si es una pintura, la creación de una pieza musical, armar un huerto, o un proyecto de arte colaborativo- es súper fácil terminar como un pez, viviendo siempre dentro de la laguna, cuando en realidad deberíamos comportarnos como anfibios, como las ranitas del pantano sobre el cual está mi cabaña –enllamecidas croando con la llegada de la primavera- mitad dentro y mitad fuera de la laguna. ¿A qué voy con esto? Que al estar siempre adentro es fácil perder la perspectiva y olvidar dónde realmente está la obra. Cuando esto me pasa, pienso en 2 cosas: La primera es lo que me dijo un amigo hace mucho tiempo: trabajar con una comunidad es como hacer una escultura social. Puede parecer un poco perverso, una toma esa figura como de titiretera moviendo los hilos y alterando los vínculos entre las personas. Pero la verdad esa es solo una forma de verlo (y bastante cuestionable, por lo demás). El trabajo en general es más sutil y tiene que ver con facilitar situaciones de cambio, cosa que si tal cambio efectivamente se genera, nace de la comunidad, no de la artista. Esto me lleva a mi segundo punto de anclaje: Un ensayo sobre estética de sistemas, del teórico Jack Burnham, en el cual el autor se refiere al artista como un ‘provocador cuasi político’. Somos provocadores porque si bien tenemos opiniones propias, nuestras obras tienden a generar situaciones mediante las cuales los participantes se cuestionan ciertas cosas, sin importar si llega a las mismas conclusiones que nosotros o no (de lo contrario estaríamos haciendo propaganda, o a lo menos, publicidad). Lo importante es que los problemas se plantean, se visibilizan, se abren, se discuten, se piensan.
Ninguna de estas estrategias describen un tipo de producto o resultado. Lo cierto es que trabajando desde la memoria, muchos de los resultados de este proyecto son inmateriales, y en el mejor de los casos, se pueden reflejar en situaciones documentables. Pero al ser todo tan en abstracto, corro el riesgo de caer en períodos durante los cuales me confundo y siento que no estoy haciendo mucho. La semana pasada estaba al borde de uno de esos períodos cuando recibí la visita de terreno de la Jo, la encargada de las residencias. La verdad es que no estaba muy feliz de que viniera, me sentía como que del Consejo me venían a paquear, y para una que en general no se lleva muy bien con las instituciones, eso igual es un tema.
Pero felizmente no fue así. A mí me encanta compartir taller, porque creo que las conversaciones que una tiene con los compañeros mientras toma tecito son algunas de las instancias de mayor avance. Los colegas te obligan a salirte un ratito de la laguna a croar guatita al sol, y así, antes de volver a entrar, la contemplas un rato desde afuera, la ves con otra luz. Lo mismo pasó al tener a la Jo acá. Fueron unos días muy positivos. No solo porque reafirmó mi conciencia de que esta falta de producto tangible está bien. También es muy valioso ver que esa colega ve y le llaman la atención las mismas cosas sobre la comunidad. Y esto no se trata de tener una mantita de seguridad, o alguien que te tome de la mano y te diga que vas bien. Lo que pasa es que la vida en estas comunidades es bien surrealista, y yo de pronto siento que quizás le estoy poniendo mucho color. Que no puede ser tanto.
Es aún más importante cuando te impide normalizar situaciones. Acá el alcoholismo y la violencia son temas fuertes. Y la primera historia que me contaron me chocó al nivel que me revolvió toda la guata. La segunda también. La tercera ya parecía indicar un patrón, y de ahí la cuarta y quinta y la sexta, y de repente estaba preguntándome si ¿hay alguien en esta comunidad que se salve? Y ese es un problema enorme, porque ya no me estaba chocando tanto, lo estaba normalizando, asumiendo, entendiéndolo como parte del paisaje. La visita de la Jo, sus reacciones y nuestras conversaciones en torno al tema me están haciendo reevaluar la manera en que lo enfrento. Debería ser un punto intermedio. No sirve de nada colapsar 3 veces al día, pero tampoco sirve que lo asuma. Quizás la solución sea incorporarlo de alguna manera al proyecto. Pero es demasiado delicado y personal. No es tema para la radio y de seguro una cosa es contarme algo a mí y otra muy distinta es compartirlo con todo el pueblo, independiente de que todo el pueblo ya lo sepa. La verdad es que no se si logre incorporarlo de alguna forma, es muy delicado, y como ya dije en otra bitácora, no me siento capacitada. Soy plenamente consciente que el estar ahí como interlocutora horrorizada de una y otra forma ayuda a validar la decisiones de acabar con círculos de violencia. Que, como dije antes, esa acción de compartir relatos y experiencias, y de cómo después las mujeres comentan de lo que contaron, lo que no y cómo esa conversación genera o gatilla cosas nuevas en ellas, es la obra en sí. La provocación es sutil, no es obvia, es algo que se absorbe, se incorpora, se apropia. También sé que eso es prácticamente nada, pero al menos no lo estoy normalizando, no estoy dejando que pase piola y eso es porque vino alguien que me obligó a salir un ratito de la laguna. Así que ya no siento que vino el enemigo a fiscalizar, sino que absolutamente, y agradecidamente, todo lo contrario.