No tengo muy claro qué sucedió esta semana, pero la verdad siento que no he parado, al mismo tiempo que siento que no he hecho nada. Por una parte, he pasado harto tiempo siguiendo unas cartas de solicitud de espacios en la municipalidad, que terminan olvidadas dentro de cajones en oficinas equivocadas (convengamos que en un municipio de este tamaño no hay muchas oficinas como para que esto sea demasiado difícil de entregar). Fuera de las sesiones de arqueología del documento administrativo, esta semana se me fue volando en dos instancias principales: visitar y entrevistar personas –lo que realmente es el centro del proyecto- y mirar la pantalla del computador –la parte menos glamorosa, pero igual de necesaria, considerando que las residencias son financiadas con fondos públicos.
En mi mundo tortelino, hay dos formas de pasar horas infinitas atrapada dentro de la cabaña mirando la pantalla: la primera es evidentemente productiva. Esta semana pasé muchas horas terminando los detalles del libro de Yayo. Increíblemente –o quizás predeciblemente- lo que más tiempo me quitó fue tener que trazar el logo municipal para la contratapa del libro, ya que no encontraron una versión trazada. Otras actividades evidentemente productivas que tragan tiempo como hoyo negro son editar fotos, pero de seguro, lo que más consume tiempo es editar los archivos de audio y pelear con internet para poder subirlos a soundcloud.
La segunda forma de pasar horas encerrada es menos evidentemente productiva, y tiene que ver con cumplir con los requerimientos administrativos del fondo. Hasta que vino la Jo a terreno, yo juraba que iba como avión. Tenía todas las boletas ordenadas, catalogadas y al día. Lo cierto es que yo soy desagradablemente matea. Pero no porque me guste, todo lo contrario; detesto que me manden a hacer cosas. Me carga que algo superior a mis planificaciones se apodere o rija sobre mis tiempos. Por eso, mi estrategia es mantener todo al día, así no me pena y salgo del cacho rápido. El problema es que ninguna de mis boletas incluía el detalle de compras. Además, convenientemente, no se me había ocurrido abrir una carpeta que se llama documentos para cierre del convenio. Bueno, resulta que ahí hay un documento excell modestamente llamado Informe de seguimiento. Abrirlo puede haber sido la peor decisión que tomé esta semana. Esa planilla, al parecer inocente, implica el llenado diario de las actividades realizadas, junto con un sinfín de datos, como cuántos participantes, género, minorías, relación con los objetivos iniciales, cambios, etc.
Empecé a llenarlo, y de verdad creo que me explotó una aneurisma de la rabia. No con el programa, porque entiendo que rendir toda esta información tabulada de esa forma es necesario porque son fondos públicos que deben ser rendidos (y defendidos) frente a personas que de verdad no entienden a pito de qué existe este programa. Lo primero que me molestó fue esa forma reductivista y productivista de ver la residencia. La planilla -convengamos además, que viene desde el mundo de las estructuraciones cuantitativas- es una forma de contener todas las actividades realizadas, y si bien hay un esfuerzo por darles un contexto, tabula las actividades de manera tal –como una tabla-, que dificulta que se entiendan como una red.
Todas las acciones que uno realiza en estas instancias están concatenadas. Desde hacer una reunión con el solo objetivo de hablar del proyecto, hasta formar parte –sin agenda artística- del comité medioambiental o ir a una fiesta del pueblo en el gimnasio. En calidad de residentes, estamos siempre trabajando, 24 horas al día, 7 días a la semana, porque todo lo que hacemos, o lo que dejamos de hacer habla de nosotros. Como afuerinos, siempre estamos expuestos al escrutinio público y cualquier comportamiento que indigne, enoje o agrade, va a tener incidencia en el desarrollo de actividades propiamente de la residencia. Además todas las acciones o resultados se desencadenan de formar vínculos con la comunidad, y eso no se hace desde actividades oficiales o encuentros, sino en encuentros del diario. Así, la tabla del informe se siente redundante y un poco ofensiva, como tener que marcar tarjeta, cuando lo cierto es que nunca te fuiste de la pega.
Por lo demás, ninguna de mis actividades realizadas habla de resultados muy grandiosos o dignos. Siempre trabajando con una persona a la vez. Conversaciones personales, matecitos, una que otra navegada. Y esto es lo que de verdad hizo que me saliera humo de las orejas: mi propia orientación productivista frente a la planilla. Mi primer impulso: intentar llenar los campos de manera tal que se vea, de la mejor forma posible, que estas instancias productivamente insignificantes, en realidad van de acuerdo a los objetivos del proyecto. Minuciosamente defendiendo cada instancia, cada actitud, cada participante. Que no se note flojera. ¿Cuántos días debería decir que pasé editando las fotos del libro? Porque fueron muchos, tantos, que casi me da vergüenza admitirlo. Mi matea interna detesta verse reflejada como ineficiente en esta planilla. Y ahí colapsé. Es que me carga saber o poder ver las cosas, y entenderlas como debieran ser, solo para tropezarme o sabotearme con los residuos subconscientes de esas formaciones capitalistas y productivistas. Un paso para adelante y tres para atrás.
Pero yo de verdad creo que el arte genera cambios desde situaciones como estas: mínimas, cambio desde cuestionar mentalidades personales, no desde revoluciones ni cambios masivos. Cambios leves, lentos, y quizás por lo mismo, más estructurales y permanentes. Pero ese cambio no es solo para la comunidad, también para mí, la experiencia es recíproca. Y así, luego de ver mi vida reflejada en una planilla y entender cómo eso me afecta, yo también aprendo: veo, me controlo, aprendo a entender cómo estoy mal y por donde mejorar. Porque el problema no es indignarme al verme forzada a reducir una red de acciones e interacciones en una planilla (sigo creyendo que, si bien entiendo la función de la planilla, esta indignación es válida). El problema está en el haber querido que esa planilla se viera lo más productiva posible. Acá no se trata de producción, todo lo contrario, es en los tiempos muertos, en esos mates, en esas tardes de recuerdos, en los cuentos que nacen entre las infinitas horas dentro de la lancha, donde realmente se encuentra la riqueza de este proyecto. En saber escuchar y facilitar que la comunidad se escuche a sí misma. Lejos de la lógica del pasacalles, las ferias y los festivales. En lo doméstico, lo íntimo, en el tiempo muerto y el aburrimiento; desde ahí realmente aparece la incidencia de este proyecto, que desde lo chiquitito y doméstico vincula, desde la humildad más grande, una forma de arte y activismo.