Quizás lo que más me ha gustado de este proyecto es la anonimidad de la radio. Aún hay gente que me saluda y no sabe bien qué pega estoy haciendo en el pueblo. Igual eso es entretenido, porque cada vez que alguien me pregunta, les digo -¿has escuchado las historias de las señoras en la radio? Eso hago.-
Y les cambia la cara. En parte porque conocen el programa y el proyecto, en parte porque como igual al introducir las cápsulas conversamos un poco, entonces hay una imagen mental, un reconocimiento o sensación de familiaridad, y en parte porque parece que mi voz y mi cara no calzan, lo que siempre trae un ligero velo de decepción al encuentro.
Esta semana se le sumó una nueva capa al proyecto. Tomé las 12 grabaciones que tenía hasta ese momento y las instalé junto a unos parlantes en 3 plazas públicas de la costanera de Tortel. La reproducción de las grabaciones se activa con un sensor de movimiento, por lo que al ingresar a una plaza, el dispositivo ‘sabe’ que entró alguien y se comienza a reproducir el audio de la historia de alguna de las vecinas. Así, te puedes sentar a escuchar las historias en un ambiente más íntimo y reflexivo –las plazas suelen estar vacías durante el día- y en las tardes se produce una relación extraña, ya que en el espacio se entremezclan los juegos de los niños con las grabaciones. El primer día que monté los dispositivos, los niños de mi sector se dedicaron a ayudarme, a sostenerme la escalera y pasarme herramientas y cuidarme las cosas mientras iba y venía (la plaza de mi sector resultó tener problemas en la instalación eléctrica, lo que dificultó el proceso). Luego se sentaron a escuchar los audios. Al otro día sus mamás me comentaron que estuvieron hasta tarde ahí, escuchando.
El primer día en el sector contrario del pueblo, fue justamente la experiencia opuesta. Me demoré 24 horas en conseguirme una engrapadora para colocar los instructivos que describen el proyecto que gatilla la instalación y su funcionamiento. Cuando llegué a cachetear el instructivo, quedaba solo el parlante y la caja rota del dispositivo, los componentes desaparecidos. Luego de llegar con Carabineros, los niños me contaron que lo habían bajado a palos y tiraron las piezas al monte. El Mayor los hizo buscar hasta recuperar todo y luego yo conversé un poco con ellos. Les pregunté si habían escuchado lo que decía el parlante. Me dijeron que no. Les conté que eran las historias de la radio. Esas de sus mamás, abuelas, vecinas y tías y les pregunté si a ellos les gustaría que alguien rompiera a palos la historia de su mamá. Claramente no. Además les conté cómo funcionaba y que todo ese equipo queda para hacer talleres de robótica en la Escuela el próximo año. Que ya está conversado con el profe Juan. Se sintieron peor. Finalmente quedaron a cargo de cuidar los 3 dispositivos a lo largo del pueblo –so pena de verme llegar a hablar con sus mamás junto con Carabineros- y como pude arreglar los dispositivos, no hice una denuncia. Esto fue el martes. Al otro día después de clases me contaron algunos que estuvieron escuchando. Hoy sigue todo funcionando sin problemas.
Pero luego de estos primeros encuentros disparejos, ambas situaciones coexisten de manera paralela, pero a destiempo. Los niños juegan, gritan y corren. Y al sentirlos moverse, las señoras hablan y hablan y hablan. Acostumbrados a coexistir, ninguno parece estar consciente del otro. Para quienes lo miramos desde afuera, ahí, en esas plazas, se conjugan gritos, grabaciones, movimientos súbitos, olas, viento, lluvia y silencio. Generaciones que parecen vivir en realidades paralelas. En esos minutos, las plazas se vuelven en reflejos vivientes de Tortel.