Al volver a Llay Llay lo primero que reconocemos es la imagen de los cerros que rodean la comuna. Recorriendo a pie las calles del pueblo, es fácil orientarse gracias a ellos y el instinto de subirlos se hace inevitable: nos atrae la idea de la imagen contraria, observar Llay Llay desde la altura y poner en perspectiva toda la información que hemos estado recibiendo sobre este lugar. Bordeamos uno de los cerros buscando senderos, pasadizos que nos hagan subir, pero en cada intento nos encontramos con portones, alambrado, candados o amenazantes señaléticas sobre perros cuidadores cuyos ladridos logran disuadirnos. Debe haber algún camino, un acceso que solo los lugareños conozcan. El cerro está ahí, a metros de nosotras, pero parece no ser parte de este territorio. Nos sentimos extranjeras y seguimos la caminata errante hasta que se hace de noche.
Días después, estamos de pie en la ladera del cerro Alto Llay Llay, único que aún puede transitarse libremente. Desde allí observamos el pueblo, las marcas que deja la agricultura en su tierra, los cerros vestidos por plantaciones de paltos. La imagen que buscábamos es clara: los cerros no le pertenecen a Llay Llay.
Tamara