Todos los territorios aislados en los que me ha tocado realizar residencias de arte colaborativo tienen naturalmente sus propias dinámicas y prácticas culturales, una característica común que se repite es la desconfianza con la gente que no conocen y claro, como no van a desconfiar si las principales causas de sus pesares de cuales hoy son victimas se produjeron en el territorio tras la llegada de la megaminería y el monocultivo, una realidad que se repite en todo nuestro Chile en donde el despiadado capitalismo fragmenta sociedades, corrompe a sus dirigentes sociales, autoridades e instituciones, genera desigualdades sociales despiadadas, altos índices de drogadicción, alcoholismo y prostitución.
En un pueblo pequeño se nota más y la verdad que nuevamente no fue fácil ganar la confianza de la comunidad, fue un proceso lento en donde hice todos mis esfuerzos y despliegues para motivar y mover el avispero como dice un amigo uruguayo…Más aun en tiempos de estallido social en donde la efervescencia de los ánimos anda a flor de piel, siendo una oportunidad gigante para canalizar energías. Nuevamente los textiles me abren todas las puertas en las comunidades que resido, son mi herramienta más poderosa para generar confianzas, empatías, cariños mutuos, diálogos, abrir corazones, compartir, sociabilizar y por otra parte, lo terapéutico cuando piensas, meditas, produces y creas, procesos que ayudan a la autocuidado y autoestima.
Luego de la intervención de 1000 Agujas por la Dignidad de Chile y Latinoamérica se produjo un click en la adherencia a la residencia de arte colaborativo, ya que esta fue una oportunidad gigante para invitar a cocrear y coproducir un proyecto que le haga sentido a la propia comunidad.