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Residencia: Por las vías del tren Caldera, Atacama - 2018 Residente: Sebastián Vidal Campos
Publicado: 28 de noviembre de 2018
ANAMURI, crisis del agua y algunas vagas reflexiones

“Alerta, Alerta, Alerta que camina la lucha campesina en América Latina”

“Faffy”, antropóloga amiga de Ariel (Profesional Servicio País), vino a exponer, como representante de la ONG Olca, al Primer Seminario por la Problemática del Agua en la Zona Norte, el que fue organizado por la Agrupación ANAMURI (Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas), conocidas por ser un grupo de “viejas reclamonas y comunachas” como de muy mala manera señalan algunos. Por Faffy nos enteramos que dicha jornada iba a realizarse en Caldera el 28 de noviembre. Asistí, por supuesto, para interiorizarme un poco acerca de la problemática, para conocer sobre la labor que realizan diversas agrupaciones tanto en el norte del país como en América Latina respecto a la escasez de tan vital  recurso.

La situación en la Región de Atacama es compleja. No cabe duda de ello. Sin embargo, es triste darse cuenta de que existe una especie de concientización en la población y una tendencia a normalizar lo que aquí sucede. Los principales responsables son el Monocultivo y la Minería. Pero acusar a Minera Kinross, Candelaria, Caserones o Maricunga, en Atacama, es motivo de polémica para el ciudadano que se reconoce como “Minero”.  Yo mismo tengo primos y tíos que se han gastado el lomo en distintas faenas mineras, bajo el alero de contratistas, esperando la anhelada contratación de la Empresa que les dará estabilidad laboral, status social y una camioneta 4×4 roja. Pero eso es otra historia. Como es otra historia lo que pasó con la famosa Mina San José, el rescate de los 33 mineros, las dos esposas de uno de ellos, la película que protagonizaron Binoche y Banderas  y el mensaje que recorrió el mundo en manos de un presidente. Pasado/Pisado. Como lo que ocurrió con los aluviones del año 2015, cuyos responsables fueron los 60 mm de agua caída, el diseño de un plan regulador de vivienda deficiente, el cambio climático, el calentamiento global y la mala suerte –o al menos eso señalaban los expertos que aparecían en los noticiarios-. Y por supuesto, hay que compartir la responsabilidad con el ciudadano promedio, por tanto cuide el agua señora, cómo se le ocurre regar los cactus, acaso no sabe que hay escasez hídrica en el Norte.  

Respecto del Monocultivo, la historia es más o menos la misma. Entre los años 1928 y 1942, durante los Gobiernos de Carlos Ibáñez del Campo, se construyó el Embalse Lautaro, con el fin de almacenar reservas de agua en la zona, y para la colocación de un sistema de regadío y beneficiar al sector Agrícola, que (en la actualidad) genera la no menospreciable cifra de 20mil puestos de trabajo en Temporada alta. Hoy, según la Administración actual, se va a mejorar el Embalse (Lautaro 2.0), y esta mejora le “devolverá” el agua al Río Copiapó y la calidad de vida a los habitantes de todo el valle.

Las autoridades reiteran su discurso e insisten en hablar en jerga de expertos, achacándole toda la responsabilidad a la sequía, a los cambios climáticos y al fenómeno del Niño. Sin embargo, el desierto de Atacama, desde hace centenares de siglos, es el más árido del planeta. Y acá en la Región de Atacama, esta baja pluviometría solo necesita un pequeño aumento de precipitaciones para producir uno de los fenómenos naturales más hermosos que me ha tocado ver: El desierto florido. Los milagros existen. O al menos eso pensó la gente el año 2015 cuando vieron que, después de veinte años, volvió a existir un cauce de agua en el río Copiapó. En ese tiempo yo me encontraba 3500 kms. al sur de aquel mágico retorno del río. Yo había esperado que lloviera durante todo el año 2014, con el fin de poder terminar de grabar un mediometraje documental en el que mi bisabuela (Eufemia) era la protagonista. Pero no tuve suerte. Por lo que, cuando me contó un amigo acerca de las lluvias de marzo del 2015 y el posterior encausamiento del río, yo sentí un profundo malestar por no haber estado allí y poder registrar aquello. Al día siguiente, cuando las aguas se empezaron a desbordar y la cosa se puso seria, yo llamé a mis familiares para saber cómo estaban. A orillas del Estrecho de Magallanes, en un atardecer con la vista hacia Tierra del Fuego, supe que mis primos (con el agua hasta el torso) cruzaron toda la ciudad para socorrer y ayudar a un tío a salir de su casa inundada.

Al día de hoy, lugares como Chañaral continúan afectados por la contaminación y el barro. Pero a pesar de la desgracia, los aluviones habían traído de regreso el río. Eso devolvía, en parte, la esperanza a los habitantes de la zona. Sin embargo hoy, tres años después, ya no queda ni rastro del río que se desbordó. Todo se secó de nuevo. Aguas Chañar vende a los habitantes de la zona un agua que es intomable (aunque claro, los expertos dicen que eso es una exageración). Y en cuanto al bolsillo de los consumidores, se deben comprar bidones de agua envasada para beber y  el precio de las cuentas es uno de los más elevados de Latinoamérica. Pero todo se justifica con la sequía y se prefiere normalizar la situación que se está viviendo, actuando propositivamente y en busca de soluciones. Nada que hacer muchachos. Hay que seguir adelante y no seguir llorando sobre el relave derramado ni las uvas exportadas.

Escribo esta entrada mientras Achly (mi prima pequeña) ensaya junto a las pequeñas del Grupo Novo Generis. Hace una semana la traje a la Casa de la Cultura con la intención de que se entusiasme con el baile, y como una forma de estrechar lazos con Marilyta, miembro y apoderado de la Agrupación, y su familia. El ensayo finaliza y yo, después de dos horas, continúo con mis divagaciones. Jaime, pareja de Marilyta, nos vino a buscar para llevarnos, junto a Sofía y Renato (sus hijos), a la Villa Padre Negro. Allí nos espera Jenny (Integrante de la Agrupación Te Falta Calle) que es nuestra profesora de cueca. Debo cerrar el computador y ponerme a practicar mis pasos cruzados (Renato me lo advierte). Pero voy a finalizar este texto, narrándoles un recuerdo un tanto difuso. Es el verano de 1992. Viajo desde Santiago a Copiapó, con mi abuela materna, al funeral de mi bisabuelo. Eufemia, mi bisabuela, es la viuda. Mis primos se lanzan en pequeñas carretelas calle abajo y tomamos paletas de helado casero mientras los adultos velan los restos de quien fue la principal figura paterna de mi madre que, muy al sur en ese momento, no alcanzó a enterarse de la muerte de su papá ni pudo estar en su funeral. En ese tiempo yo estaba por cumplir 4 años. Era apenas un niño, quizá por eso tienda a confundirme o a imaginar cosas que en realidad nunca sucedieron. Pero en mis recuerdos, la ciudad de Copiapó (Copayapu: Copa de oro o Copa de árboles) no era un lugar tan árido y, entre los escombros de mi memoria, resurge la imagen de un caudaloso río y un grupo de niños que chapoteaban en él.

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