Santiago. Ruta 5 sur. Valdivia. Niebla. El cruce aparece cercano, pero sin duda la experiencia contrariará más de alguna primera, segunda y hasta tercera impresión. La confusión entre mar y río se amplía hacia el horizonte, en una geografía de andar circundante y comunidades diversas. La urgencia del cupo en la barcaza me avisan en un par de semanas comienza, agradeciendo la facilidad de estos primeros días previos a lo que debiera ser la alta temporada, hoy incierta como todo lo demás.
Corral. Puerto silencioso, comercio tranquilo y el último lugar antes de que todo pase a una dimensión distinta. La crisis social del país, de estallidos, gritos y violencia, parece desaparecer entre las conversaciones calmas que se atraviesan al llegar, al partir, al entrar hacia el camino que lleva a Huiro. Después, Amargos, San Carlos, Los Lilos, Palo Muerto, Huape y Chaiguín, en un trayecto ondulante y de vista inevitablemente fotográfica. La imagen de la costa sur Valdiviana recuerda eso de que cada lugar tiene su ecosistema propio, y al terminar el camino asfaltado que llega hasta el cruce que conduce a Huiro, se comienza a tener esa sensación de lejanía, en tiempo y espacio, de lo que va quedando atrás del campo.
El último ripiado genera en horizontal la franja que pasa como dividiendo en dos todo el sector. En ella, el tránsito es breve y excepcional; autos, camionetas, un par de vecinos a caballo, algunas vacas y los perros agrupados en una jauría de amistad. La casa, justo en el centro de todo, presenta desde la entrada gran parte de lo que allí ocurre, constante, sonoro, visual, pregnante desde los primeros minutos. Canelo para lo que se pide, el estero detrás y el bosque de Coigüe para la sombra, aves tan diferentes y variadas que no se alcanzan a identificar rápidamente. El comienzo y el habitar, la casa y Huiro como posible resistencia.