La casa de residencia, cerca de la escuela, a metros del camino que baja a Huiro y justo al frente de la lobería, ya es el punto de encuentro. Aunque los intentos por incluir a más a través de la escuela no han resultado como esperábamos, el grupo pequeño, íntimo y cercano que se forma para las caminatas cada vez más habituales, resiste, de algún modo, el desinterés y prejuicio de otros en la localidad. Huiro, aromático, silencioso y estrellado, desborda su costa multifloral y multianimal con “las ventoleras” que traen los gritos de los lobos de más abajo.
En un grupo algo dispar, diverso y por lo mismo, riquísimo, caminamos hacia la lobería de Huiro. Los lobos, lo que siempre ha estado, permanecen constantes, presentes y ruidosos. Como cuenta Miguel, los lobos luchan por comida y espacio, y aunque muchas crías mueren al nacer o en sus primeros días, la comunidad ha aumentado tanto su número y reproducción los últimos años, que pelean a lo lejos llevando sus aullidos por todo Huiro hasta arriba. La confianza en la imagen aumenta; los brazos, ojos y manos, se sienten cómodos y entusiasmados con las cámaras y hay ganas de más. El sol del verano que ya está en Huiro acalora la tarde y terminamos todas en el agua, en ese pozón sin igual que se forma con el estero que baja y el oleaje y alta marea que entra, que va y viene, humedeciéndolo todo.
Cerquita nuestro, como esperándonos, uno de los lobos de ha acercado a descansar en la roca mas allá de nuestro pozón de baño, y demoramos un buen rato en callarle los ladridos a Juan que sacaron mas gritos desde la lobería aún. El lobo, no se inmuta, con la sabiduría de saber que sus 500, 700 o hasta 800 kilos son muchísimo más fuertes que la tierna y nerviosa presencia canina.
Lobos, perro, olas, río, saltamontes, cardúmenes, cangrejitos, gaviotines, cochalluyo, roquerío, árboles y bichos varios, todo alrededor para ser capturado en la mirada inundada por el sonido que el universo del borde de Huiro abarca.