Huiro tranquilo. Pasan bueyes, unos jinetes rodeando pocas vacas, el bus de las 7:45, y la vecina se va a trabajar a la escuela que está a pocos metros. Cocina para unos doce niños, en medio del sonido de nada más que árboles, aves y los lobos marinos abajo que parecieran amplificar sus gritos hasta la sala de clase. Huiro es como un ecosistema sonoro donde flora y fauna se mezclan y confunden incluso entre las profundidades de lo que se ve, escucha, huele, camina.
Conversamos con ella sobre el proyecto, sobre como es estar haciendo arte en este contexto, o intentar llegar a un espacio creativo entre tanta información, violencia e injusticias aún por resolver. Me invita a la tarde a Pelche, la última playa de Huiro como sector. Cuando se tiene la mitad de la cabeza en el conflicto y el trabajo se torna otra suerte de resistencia, poner la vista en el horizonte suena bien. El viento de Pelche arrasa, de alguna manera resetea el ánimo y hablamos de fotografía. Sin más preparación ni planificación, terminamos compartiendo una sesión fotográfica con cámara y celulares en el borde del acantilado que tira hacia abajo en Pelche. El proceso de alguna manera comienza.
Al volver, tratando de asentar un poco más la casa, aparece Juan. Juan realmente se debería llamar “El Flaco”, que es como la directora y profesora de la escuela de Huiro le apodó al llegar hace unos meses todo desnutrido de un día para otro. Pero aquí en casa es Juan para todos y ahora es parte de la residencia acompañando los recorridos, cuidando la casa como si hubiera sido siempre la suya y ladrando a los lobos cuando de noche el viento viene hacia arriba.
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