Hacia el ojo de agua nos dirigimos cautelosos con las niñas. Tratando de no caernos, cuidándonos entre todxs. La amabilidad de don Pepe nos facilitó la ida y pese al frío de la madruga se hacia agradable la subida.
De la calle pasamos a un potrero cercado, del potrero nos subimos al cerro, pasando por otra malla metálica. Don Pepe ya les había avisado a los dueños del lugar para evitarnos problemas con ellos.
Lo extraño era abrir a fuerza las rejas y pasar a través de los cordones metálicos. Las niñas grababan el cerro que teníamos frente nuestro, ese cerro que se sentía tan propio y ajeno. A ratos pudieron hacer un par de tomas mientras subíamos, notándose la sequía y a nosotrxs mismxs, preocupadxs de no caer.
Con don Pepe dábamos el aliento necesario para subir. Emi se quedaba atrás, pero Noe seguía con ganas. Ella y don Pepe están acostumbrados a hacer estos recorridos, a oler la mañana, a disfrutar del aroma o correr cuando aparece un chingue.
Al fin llegamos. Las niñas contaban lo que estaban grabando y documentaron en imágenes: la sequía de La Cabaña y de los sectores aledaños desde arriba versus el otro lado lleno de verde y plantaciones, con estanques para regar hectáreas de árboles. El agua y el estanque provenían de aquellos cerros que los mismos habitantes han señalando desde que llegamos a La Cabaña, esos mismos cerros llenos de gozo y abundancia. En cambio, La Cabaña, se distinguía del resto por su color amarillento, por las casas construidas con techos de zinc que reflejaban los rayos solares a esa hora asesinos. Se veía nuestra casa.
Hay un ojo muy crítico y fuerte en La Cabaña. Son estas reflexiones las que me hacen por un momento pensar en lo apartado que está el sector, en lo diminuto que se ve desde arriba del cerro. Toda mi perspectiva se me cambia cuando por encima de mí veo el ojo de las niñas, más alto, recordándome que ven todo desde una mirada esperanzadora, desde una mirada menos rencorosa. Entonces camino hacia ese ojo inocente para verlo todo así y me calmo.