BitácoraResidencias de arte colaborativo

Residencia: Al Des-borde del Camino Huara, Tarapacá - 2019 Residente: Colectivo Pacto
Publicado: 16 de enero de 2020
Pisagua: Una anciana de borde-mar -Parte II

Una a una las canas de esta anciana caleta, soplan al viento y nos hablan. Su cabellera se abre al soplo y nos inunda de imágenes de pueblo roído y oxidado. Pareciera que las manecillas del reloj de la antigua torre principal giraran en reversa y marcaran una y otra vez ese mal escrito IIII Romano. Pronto, todo el peso del pasado se aconcha en nuestro corazón y eriza nuestra piel.

 

Don Luis, guía autodidacta, abre para nosotros la pesada puerta del Hotel que en realidad siempre fue una Cárcel- Aquella cárcel- Esa donde hubo tantas capas de dolor, que cubrieron la espalda de esta tierra golpeada, mientras el mar que veía llegar los barcos de mercaderes y de prisioneros políticos, mojaba sus pies. Los barrotes nos reciben amenazantes, las puertas se abren con un ruido que agoniza y las celdas gritan escombros y arena. Las llenamos con imágenes de antiguos hombres de corazón libertario, que encontraron en Pisagua su jaula y su ataúd. Siniestras paredes de papel rasgado ocultan los nombres de los que ahí cayeron bajo golpes y torturas. ¡Cuántas memorias llegan a nuestrxs cuerpxs! No hablamos, no podemos: angustia de saber, angustia de mirar.

 

Las cicatrices de esta anciana y la niña que fue se ven por tantas calles… Paredes horadadas por los terremotos que la han asolado, cerraduras horadadas por la brisa salina y fachadas de casonas burguesas cubiertas por pátinas de polvo y olvido; conviven con los botes flotantes, el comercio y sus letreros de neón y lxs niñxs que ríen fuerte a orilla de mar. La Estación de Trenes, señorial y clásica, se impone semidestruida para acentuar que Pisagua era puerto principal, y hogar de 14.000 personas, que llegaron a asentarse en la Señora del Salitre, exportadora del fertilizante para el mundo. Hoy, aproximadamente 300 personas porfían por habitarla contra el estigma y el olvido de las instituciones.

 

Seguimos por un camino sinuoso hacia el antiguo cementerio que nos recuerda el de Huara, con sus coronas de flores de lata y sus cruces de madera enterradas al capricho del espacio. Tumbas de hombres y mujeres Peruanas, Italianas, Aymaras, Chilenas del mil ochocientos y algo más. Al fondo, una Montaña- Paredón; abajo, el mar calmo. Ahí estaban los asesinados por luchar… Quizás sentían el mismo viento que nosotrxs en las manos, en el rostro… quizás vieron el mismo ocaso y se estremecieron al sonido de las rocas rompiendo el agua. A nuestros pies vemos la fosa de nuestros muertos y nuestra pena se nutre de sus nombres, de sus memorias. El Partido, los socialistas, Neruda, los que no tenían militancia, el conscripto Nash, Freddy Taberna…

 

El Pueblo Unido se divide en memoriales partidistas que sobrecargan de grandeza la muerte, la traición, donde el único orgullo debiese ser la valentía que se encarna en los cuerpos que aquí cayeron por la dignidad que hoy exigimos. Solo se ve la Fosa, su hondura, su Silencio, el Paredón y el Mar, la noche iluminada o el sol calcinante, la brisa que inunda sus nombres… Nosotrxs, solo vemos la Fosa.

 

Con el pecho aún hundido, nos vamos a buscar otras arrugas, otras heridas. El Hospital yace enfermo en lo alto de Pisagua que, de noche y a la luz de celular, cruje como un esqueleto anciano que lucha por mantenerse en pie a punta de bastón. Lo consigue a medias y a medias las líneas rectas de sus paredes de pino oregón cumplen con marcar una línea incierta entre este mundo y el otro, el de allá, el de más allá. Las historias de terror de Ajayu son canciones de cuna comparadas con lo que deben encerrar esas paredes. Sus estructuras y escaleras parecen sacadas de la cabeza de Albert Hoffman; son paredes y ventanas lisérgicas, a punto de venirse abajo. De repente, un crujido de pasos rompe el silencio oscuro, el ruido súbitamente despierta algo que nos sobrevuela al ataque y nos hace correr lejos de allí…

 

Entre risas nerviosas y piel de gallina, comenzamos a despedirnos de esta anciana. Una última mirada a esta caleta herida y las ganas de acunarla, de curarle las heridas y decirle que es bella y que todo estará bien; se mezcla con la noche y la pena de saberla triste. Pisagua es una especie de Macondo, una herida abierta en este país de olvido, condenada a cien años de soledad. ¿Qué debe recordar y qué debe olvidarse? Tal vez la muerte sea su descanso o quizás este estallido social sea, como dice la novela, su segunda oportunidad sobre la Tierra.

 

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