Si en este momento observas desde Huara hacia el oriente, verás levemente, sobre la línea oscura del horizonte un incipiente resplandor parpadeante. Si decides avanzar, tropezarás continuamente con los sinuosos relieves de la pampa negra. La luna, no brilla por su ausencia y las estrellas, que abundan allá arriba, no son suficientes para iluminar el camino que te llevaría hasta las afueras del pueblo, donde crepita un fuego… Es el fuego de la vida despuntante, del tiempo donde la sangre ebulle en las venas, llenas de expectativas y de sed de aventuras. Esta es una de ellas.
Llegamos temprano – para el caprichoso reloj huarino- al punto de encuentro determinado por Ajayu y su invitación. Caprichoso también el saludo en este pueblo, que a veces aparece espontáneo y otras, te mira de reojo. De los dos esta noche. Pero, para nuestra alegría, los niños y niñas que ya nos conocen quiebran pronto ese cristal polarizado y conversan y ríen con nosotres. Nos escojen de monitores y partimos pampa adentro .
Dejamos las luces del pueblo por las chispas que emanan de la fogata. Laura deja su pena de duelo, por un ratito, para abrigarse con las flamas de la infancia alegre y vivaz que le estira los brazos como niño pequeño y le tira, desde abajo, la falda. Nos enseña aplausos, propicia reflexiones y nos hace contar historias. Todo adornado por los chicos y chicas de Ajayu que llevan malvaviscos para el fuego, que se levanta señorioso en medio de esta ronda de risas pequeñas.
Los habituales juguetes, cámara y grabadora, corren ya naturalmente por las manos de niños y niñas. No hay necesidad de enseñarles encendido, apagado, enfoque, encuadre, “tómala así y apunta asá”. Con ellas atrapan sus propios cuentos, sus memorias, sus chistes. Porque ellxs ríen y sus ojitos brillan. Y no es el fuego ni es la noche, es el fulgor de su risa chica y su inocencia delicada. Y en nosotros, el dolor de saber que ese fulgor es fugaz como las llamas de ese fuego que nos abriga el corazón arrugado. No hay hilo más fino que el de la niñez.
Sabemos que si se sienten escuchados, se abren como flores de desierto. Leves al viento, fuertes en raíz. Cuelgan de nuestros brazos, demandan nuestra atención: “tío, me sé esta canción”, “tía, yo tengo una estrella favorita”… Vamos en busca de la guitarra y el cajón para musicalizar el momento. Dedos en miniatura y grandes notas bailan alrededor de la fogata.
¿Escuchan desde Huara esa belleza de coro de niños y niñas?, ¿será que así alguien en este pueblo puede percibir la delicada atención que merecen?
El que tenga oídos, que oiga.