La historia rosa de Pumanque
Los fines de semana, el pueblo cambia bastante. Desde muy temprano y hasta bien avanzada la noche, el rodeo en la “medialuna” y los partidos de fútbol en el estadio convocan a mucha gente, tanto a los locales como a la gente de alrededores.
El domingo por la tarde aproveché de salir a caminar. Me detengo un momento en la calle Francisca de Paula Segura y Ruiz, nombre de la mujer, pareja y madre del único hijo de Manuel Rodríguez Erdoíza (según la historia oficial, su único heredero, pero como hay tantas historias no contadas: “uno nunca sabe”). La cuestión es que, sobre Francisca y Manuel, hay una singular escultura (al costado de la plaza de Pumanque) que, según los pumanquinos, es el “testimonio de su amor”. La mayoría de los lugareños nos cuenta, orgullosos, dicha historia. Y sobre la escultura, nos aseveran que esta representa el “reencuentro” de Manuel Rodríguez y Francisca Segura después de estar separados por más de 102 años. Katy me dijo, hace unos días, que para la ceremonia de inauguración de la calle vino, hasta el pueblo, un tataranieto de Rodríguez. Y otro dato rosa, del que no estaba enterada, es que bajo la iglesia de Pumanque estarían enterrados, “supuestamente”, los restos de la pareja. Según se cuenta: “Francisca pidió ser enterrada en la iglesia de Pumanque, y estar al lado de su amado, a quien habría rescatado de Tiltil y llevado por sus amigos y seguidores, por el camino de costa hasta Pumanque”
Después de analizar la historia de Francisca y Manuel, continué con mi caminata hasta pasar las cabañas “Mirador de Pumanque” (cuyas dueñas son Bárbara y Rebeca, nuestras caseras). Seguí mi ruta un poco más. Buscaba sentarme en un terreno que no estuviese cercado y bajo la sombra de un árbol. Pero solo me encontré con propiedad privada y un largo camino delineado por alambres de púas. Hacia el final, encontré un lugarcito en una pequeña loma al costado del camino. Por los menos, ahí quedaba protegida de los autos. Me senté bajo la sombra de unos eucaliptos y estuve leyendo un buen rato hasta que apareció don Aquiles en su bicicleta. El hombre, ya mayor y desconocido para mí hasta ese momento, no sé cuánto rato habrá estado mirándome mientras yo escribía. Por ende, me sorprendí cuando, al levantar la vista lo vi de frente. Muy curioso, me pregunto qué hacía y si me había costado subir hasta la loma. Conversamos un rato y luego seguimos cada uno en lo suyo. Yo leía y él alimentaba y daba agua a sus animales. Pasado un rato, volvimos a conversar. En cada ocasión, un tema distinto. En ese momento hora me habló de sus animales y del problema del agua en la zona (tema recurrente entre los pobladores). Tuvimos que hacer una pausa porque las vacas lo estaban llamando. Y es que, entre conversa y conversa, se estaba atrasando con sus labores y las vaquitas, hambrientas, se manifestaban pidiéndole comida. Desapareció por un buen rato y cuando regresó continuamos la conversa. Ahora me contaba de su vida y de su familia. Yo le conté sobre lo mucho que me gustaba la naturaleza y sobre mis ganas de mudarme de Santiago. Entonces, le pedí permiso para hacerle algunas fotografías a sus caballos. Él me corrigió y me dijo que eran tres yeguas, dos adultas y una potranca. Mientras sacaba las fotos, me contó la historia de cada una de ellas; la pequeña potranca, de tres meses, tenía unas patas muy largas y era de color café, quizá un tono un poco más oscuro que el de su madre, que era una hermosa yegua de pelaje claro y crines blancas; La tercera era su hermana, además de tía de la potranca. Don Aquiles me cuenta que se quedan siempre con las hembras. Prefieren no venderlas, pues sirven de recambio, al igual que las vacas. En mi cabeza pienso: “claro, si son hembras, su función es procrear”. Antes de despedirme, me decidí y le pregunté si le podía tomar una foto a él. El hombre sonrió amable y me dijo que “por supuesto”. Le hice la fotografía y nos despedimos, esperando poder volver a encontrarnos acá en el pueblo.
Por Aurora Rojas Briceño