Desde que trabajamos en zonas caleteras las circunstancias siempre son parecidas. Una aldea neo changa con costumbres costeras pero con hábitos chorizos.
No es fácil, ni menos cómodo, adiestrarse en una sala de clases. Convencerse de que el real conocimiento se encuentra contenido en los libros, las definiciones y conjugaciones del lenguaje, las fórmulas de la ciencia exacta, o las posibles jugadas en los micro recreos. Creer en el tiempo concedido a ese espacio no es natural para quien vive del y con el mar. En un lugar repleto de vida, y con muchas experiencias en torno a las infinidades del abismo.
Estar en el aula es escapar de ese fondo para salir a flote y respirar del aire terrestre, humano, chorizo. Esa presión atmosférica que transforma al ser humanx desde, prácticamente, su origen., para integrarlo en la vida tan veloz y estructurada según los establecimientos normalistas, o las normas establecidas.
La cuestión es la necesidad de lxs estudiantes por rebalsar su energía en ejercicios cotidianos (para ellxs, lxs neo changos de Punta de Choros) que les permitan mantenerse cercano a su realidad. La original, según sus condiciones de vida. Y no la establecida por la norma, esa que busca “intervenir” para “transformar”. Cambiar las conductas malas por las buenas, pero con criterios altamente colonialistas, desarrollistas, lineales, casi militares.
No sabemos si la escuela como tal colabora en los procesos de aprendizaje vinculados al territorio, en este caso, maritorio. Pero si así fuese, la producción del conocimiento sería mucho más rico. Los saberes están ahí, esperando ser ejercitados y exhibidos. Para compartir, para disfrutar, siempre están ahí.