Primeros acercamientos a la zona
Hemos regresado a Pumanque, ya con los trámites administrativos cerrados y con la intención de quedarnos, al menos yo por ahora, definitivamente. Luego de volver a comunicarnos con Rosita y Samuel, decidimos que la mejor opción que teníamos para conseguir un lugar donde vivir, en la comuna, era a través de ellos. El principal problema es que la pareja, al igual que en otros hostales del lugar, trabajan a modo de pensión completa, por lo que sus tarifas nos alejaban de nuestro presupuesto. Sin embargo, nos dan la posibilidad de que les arrendemos un espacio de forma mensual. No es mucho lo que nos pueden ofrecer, pero tomando en cuenta las características urbanísticas de la zona, no nos queda más que aceptar y adaptarnos a: una pieza compartida, acceso al baño y una pieza pequeña que deberemos equipar como cocina.
Aurora debió regresar a la capital a realizar una Exposición de un Taller de Fotografía que impartió en la Municipalidad de Santiago, así que esta primera semana voy a estar solo en Pumanque. Durante mi estadía salgo a recorrer los alrededores. Lorena, la Encargada de Cultura, vuelve hasta la semana que viene, ya que se encuentra junto a una delegación de un equipo de fútbol juvenil en Perú. Anuncios sobre “Bingos” y “Cuadrangulares de verano” son las actividades que anoto en mi cabeza, con el fin de asistir y la esperanza de poder relacionarme más con la gente de la zona. En general me siento un poco observado al salir a la calle y trato de no hacerme notar demasiado, razón por la que evito sacar la cámara fotográfica. El silencio es lo que más valoro, y no puedo evitar hacer la comparación con mi estadía en la Villa Cerro Castillo, en la XII región. De modo que, pese a las miradas furtivas, deposito mi confianza en mi capacidad de adaptación y en una frase que un primo me dijo acerca de que “la cordialidad te hace caer parado en cualquier parte”.
Aparte de Rosita y Samuel, el señor del negocio es la primera persona con quien hablo en el pueblo. Le compro un agua sin gas y camino hasta la plaza: el lugar más fresco del poblado. “Son 800 pesos”, es lo único que alcancé a oírle decir. Un hombre de edad reposa sobre una banca. “Mi primera víctima”, pienso. Y al cabo de mi indecisión que duró dos minutos, el hombre se levanta y se aleja sin decir una palabra ni, mucho menos, cruzar una mirada conmigo. En la iglesia hay una reunión, así que sopeso la idea de asistir a alguna misa, considerando la devoción que parece tener la gente del pueblo (San Expedito, la Virgen de Lourdes y la Virgen del Rosario), pero pienso que aún no estoy tan desesperado y abandono ese pensamiento. El día se me agota lentamente. Camino a casa y me detengo frente a la puerta del cementerio. Ni siquiera sabía que había uno acá en el poblado y no me había dado cuenta que viviré en la calle justo enfrente de él. Un poco de poesía, pienso, tomando en cuenta que existe una idea romántica que habla de que los camposantos son sitios que contienen gran parte de la historia e identidad de los pueblos, y porque se dice que no conoces realmente un lugar si no has visitado sus cantinas y su casa de difuntos. El de Pumanque, por ejemplo, es un cementerio cuyos muertos más antiguos coinciden con la fecha de fundación de la comuna: año 1903. Melancolía, escalofríos y serenidad, mezclados, es lo que siento al recorrer sitios como éste. Me fijo en los nombres de los muertos más longevos: Encarnación, Tránsito, Dolores, Salustio, Hilario y Arnoldo. Y me pregunto, ¿quién, hoy en día, podría llamarse de ese modo?
Anochece en Pumanque y el cielo se van tornando de un azul sombrío. Como en la famosa película “Los pájaros” de Alfred Hitchcock. Se oye el viento hacer temblar las ramas de los eucaliptos mientras las gallinas duermen. A lo lejos un perro aullando a una luna casi llena. Lo demás es todo silencio. Profundo como la escalofriante noche que envuelve esta casa. Descansen vecinos míos, que mañana será otro día.