BitácoraResidencias de arte colaborativo

Residencia: Colhue, una nueva mirada Pumanque - Colhue, O'Higgins - 2019 Residente: Sebastián Andrés Vidal Campos
Publicado: 12 de marzo de 2020
Primera Jornada de construcción de la Patagua

Viaje-moraleja

 

Ayer tuve que realizar un viaje relámpago a Santiago, para ir a buscar un plano que mandamos a hacer para presentar el proyecto de “Construcción de la Patagua” en las oficinas de vialidad de la región de O’higgins. Aurora ya se encontraba en la capital desde hace algunos días, acompañando a Frida, una perrita quiltra que recogió de la calle hace más de diez años, y que hoy se encuentra en un delicado e irreversible estado de salud. En el fondo, mi compañera viajó para acompañarla en sus últimos días de vida. Y es que, conociendo su cercanía con los animales y la relación que mantiene con éstos, no podría haber sido de otra manera. A muchos les puede parecer una exageración. Pero así es la vida. Las personas se encariñan con sus mascotas, al punto de convertirse en un miembro más de sus familias. Y el vacío que dejan cuando se marchan, muchas veces es un dolor tan grande como la partida de un ser querido.

 

Esta mañana, con el plano del proyecto en mi poder, tomé un bus con destino a Santa Cruz. Pero antes, aproveché de comprar algunos materiales que necesitábamos para nuestra primera jornada de “construcción de la patagua”. Durante el viaje, me vine un tanto ensimismado y con muy pocas ganas de entablar diálogo con alguien. Y en esas ocasiones, lo mejor que uno puede o debería hacer: es ponerse sus audífonos, tomar un libro o, simplemente, irse viendo el paisaje por la ventana, sin prestarle atención a nadie. Y así lo hice hasta Rancagua, lugar donde, para mi desgracia, el bus se comenzó a repletar de gente.

 

Una pareja de señoras llegó hasta el final del bus, que era la zona donde me encontraba yo. En el asiento, a mi costado, yo llevaba una pila de bultos y paquetes. Una de las mujeres me preguntó si acaso estaba ocupado el lugar. Yo le dije que no y, automáticamente, comencé a subir los bultos a la zona de equipaje. Hice todo por inercia y, sin darme cuenta, subí un tarro de “cerestain” (que es un líquido protector que se aplica a la madera). El bus inició su marcha y yo seguí mirando por la ventana. En ese momento, pensé que había sido un grave error colocar el tarro en un lugar donde corría un alto porcentaje de riesgo de caerse, derramarse y, lo peor, golpear a algún pasajero. Ante ello, quise molestar a la señora que se sentó a mi lado y pedirle si me permitía bajarlo. Pero mi ensimismamiento, y escuchar que las mujeres bajarían en San Fernando (mucho antes que yo), me llevó a dejarlo en el mismo sitio.

 

Los primeros quince o veinte minutos de viaje, no dejaba de pensar en el tarro. Pero ya rectos y a cien por la ruta, terminé de olvidarlo por completo. Sin embargo, cuando entramos a San Fernando, y solo a un par de cuadras del terminal, una leve detención del bus en un semáforo hizo que el tarro cayera, se abriera y derramara casi todo el contenido en el pasillo. Gran consuelo fue que, por suerte, no le cayó a nadie en la cabeza. Pero todos los pasajeros me miraron con la cara con que el juez Porfirio veía a Raskolnikov –En mi fuero interno pensé –por qué no molesté a la señora y volví a bajar el galón. Pero ya no había nada más que hacer. El protector de madera se había derramado casi completo, y yo era el único y gran responsable de aquello. Incluso la señora aprovechó de reconvenirme y me dijo –pensé en decirte que no era buena idea que pusieras el tarro allí, pero no quise parecer “metiche”. Después de eso, vino el auxiliar y preguntó, con cara de pocos amigos, quién era el dueño de la pintura. Yo lo corregí diciéndole que era un protector de madera (por fortuna compré el menos tóxico, de lo contrario la empresa de buses me ponía una demanda), pero no fue suficiente la aclaración, para calmar su enojo. Y era entendible, porque cuando yo trabajaba como mesero de bares, me enojaba, tanto o más, si algún cliente derramaba un trago en la mesa o, peor, cuando vomitaban u orinaban fuera de la taza del baño. La cosa es que, al llegar al terminal de San Fernando, los pasajeros que estaban sentados al final del bus, tuvieron que pasar por sobre los asientos para no pisar el líquido y yo, que había decidido viajar en una especie de confinamiento social, ahora tenía que dar cara por un error que pudo, perfectamente, terminar con alguna persona lesionada si el galón (de casi 4 litros) caía sobre su cabeza.

 

Ya en el terminal de San Fernando, subió un señor con una caja de aserrín. Mi esperanza de recuperar algo del líquido se fue para siempre cuando el hombre vertió el desperdicio de la madera sobre el protector y comenzó a barrerlo. El proceso no duró más de tres minutos y el problema se solucionó y pudimos seguir el viaje hacia Santa Cruz.

 

Cuento todo esto como una forma de realizarme una moraleja hacia mí mismo. Y agregaría un par de detalles, pero creo que debo censurarme un poco de vez en cuando y no seguir dando la lata con un texto tan poco expositivo. Pues, lo importante de esta bitácora, era contar que nos íbamos a reunir con los vecinos y vecinas del sector de Colhue, para comenzar el proceso colaborativo de la construcción de la Patagua.

 

Así que procedo: Nos reunimos en la sede de la Junta de Vecinos, con alrededor de siete personas. Hoy era una instancia especial porque se trataba, como dije en el párrafo anterior, de nuestra primera jornada en pos de la construcción de “la patagua”.

 

El objetivo de la tarde: comenzar a pintar las piedras que trajimos del estero, con una gama de colores azules, violetas, turquesas, calipsos y celestes. La idea es que estas piedras nos sirvan de base para la patagua y que, al verlas desde lejos, puedan causar la impresión de que son una especie de pozo cristalino y/o aguas de vertiente que rodean al árbol.

 

Claudia Luengo parte la jornada guiándonos en el aprendizaje de la técnica de difuminados y degradados (necesaria para poder pigmentar las piedras) y, al cabo de un rato, comenzamos a poner manos a la obra. Y pese a que los primeros intentos son más o menos fallidos, no decaemos en el entusiasmo. Incluso se nos une Bruno, un pequeño de siete años que es sobrino de Claudia Piñeda (nuestra dirigente), quien, a medida que va a desperdiciando pintura, también nos va impregnando de la energía que solo los niñxs pueden entregarnos.

 

Finalizamos la tarde con nuestras primeras piedras pintadas. Yo les cuento a los y las asistentes a la jornada, mi aventura con el galón de “cerestain”. Todxs piensan que fui afortunado de que no le cayera en la cabeza a alguien. Se ríen un poco y yo trato de tomármelo con humor y valorando esta suerte de moraleja: yo no tenía ganas de hablar y viajaba ensimismado, al punto de no querer molestar a la señora que se sentó a mi lado. Y pese a que me di cuenta de que había puesto el “cerestain” en una zona peligrosa, no dije nada hasta que el galón cayó; Y la señora, al tanto del eventual peligro que corríamos, tampoco se precipitó a decirme nada, probablemente, porque mi cuerpo, mi rostro y mi expresión, le parecieron que eran la de un antisocial o un anacoreta.

 

Pero, qué hacer –me pregunto –cuando ocurre eso. Cuando los cimientos que debiese tener toda sociedad (o en nuestro caso, un equipo de trabajo colaborativo), se atrofian. Qué hacer cuando falla, algo tan simple, como la comunicación entre las personas. Y cómo hacer, no solo para entender y comprender distintos idiomas o dialectos, sino que para llegar a la comprensión de un lenguaje universal que, a través de las emociones, nos haga ser capaces de ver lo que hay en el fondo de cada ser humano.

 

Menciono esto porque, cuando era niño, mis padres solían decir que yo era algo así como una especie de autista, debido a mi incapacidad de comunicarme con ellxs. Lo decían sin saber, realmente, la complejidad que presenta dicho trastorno. Y por esa razón, no podían creer que la señorita Rosa Leiva, mi querida profesora en ese entonces, les dijera todo lo contrario. Y que mi relación con los otros estudiantes era absolutamente normal y que, incluso, ella me consideraba un líder positivo dentro del curso. Pero esta mañana no fui ningún líder positivo. Al contrario, me comporté como un anti-social y aquello pudo haber acarreado consecuencias más severas.

 

Resumo todas estas divagaciones (y prometo resumir las bitácoras venideras), manifestando que la comunicación debe ser la base de todas las relaciones humanas. Más aún, en este tipo de trabajos que se realizan en territorios singulares y con comunidades que viven, muchas veces, realidades complejas. Ante ello, creo que nuestro rol como “artistas”, más allá de la expresión o los sentimientos que uno quisiera transmitir por medio de una obra, radica en ser capaces de aprender a comunicarnos y poder llegar a conectar con las personas que habitan en un determinado territorio. Y, a pesar de que en los últimos seis años me la he llevado en esa constante dinámica, no deja de ser un desafío y una experiencia completamente diferente, el participar en proyectos como este. En mi caso, tal vez producto de mis inseguridades, siempre soy muy mezquino a la hora de evaluar mi trabajo. Por ende, después de poco más de dos meses de haber iniciado esta Residencia, debo reconocer que aún no soy capaz de conectar con las personas de Colhue. Ese pienso va a ser, como responsable de esta Residencia, mi mayor reto. Por tanto, espero que, conforme avanzamos con la construcción de la patagua, esa situación se pueda ir revirtiendo y yo aprenda a leer las instrucciones de un galón de “cerestain”, donde dice, claramente: “NO transportar en porta equipajes”.

 

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