Estamos esperando las 9 pm. Empieza el frío y hay muchas nubes. Todo va más lento.
Lxs vecinxs llegan de a gota, hasta que las sillas se completaron. Pero todo está más lento.
La Juanita nos comenta que este es el verdadero pueblo, que así se van quedando, solos.
Como si el verano fuese ese tiempo culmine donde todo está vivo, presente, luminoso. Y las otras estaciones se serenan en un rincón íntimo, silencioso, invisible.
En un ambiente romántico seguro que esa propuesta es agradable, pero en un escenario real la cuestión se distancia.
Evidentemente que el verano es palpitante para cualquiera; reencontrarse con la familia, lxs ancestros, las memorias, el origen, la naturaleza, y tantas bondades más, seguro que es divertido. Pero también es nostálgico.
Nostálgico porque más allá de dejar el lugar de los veranos (los cuales nunca se dejaron pues se siguen buscando cada año, exactamente para no dejar de vivirlos), producto seguramente del trabajo, los estudios, y claramente el famoso y anhelado desarrollo social-capital= económico=éxito, se ha dejado atrás a las otras estaciones del año.
Se ha dejado el tiempo, mediante una lógica de la indiferencia, en un servicio del pasado, donde las prácticas cotidianas que sustentan al pueblo, al campesinado, a la ruralidad, se olvidan y se invisibilizan.
Cuando son las temporadas silenciosas las más arduas, no es que se trate de un tiempo sereno, al contrario, es un tiempo cargado de energías, donde están presentes los locales, aguerreando el año, para recibir otro verano de familias y cosechas.