BitácoraResidencias de arte colaborativo

Residencia: La ruta  ancestral de la memoria del agua Los Alamos, Biobío - 2019 Residente: Daniela Andrea Pizarro Torres
Publicado: 12 de febrero de 2020
Carrera contra la muerte

Caminamos por la tierra con los pasos prestados,

pasos de otros muertos, de otras sombras, a distintas velocidades.

Mahfud Massís

 

En enero, días después de llegar a Antihuala, conocimos nuestra biblioteca, en donde nos topamos con la ya tan mencionada colección de escritores alameños; nos develó el vínculo del territorio con la escritura. En ella se desplegaban varios libros de Miguel Ramírez, escritor nacido en Curanilahue, 1944.

Tras leer una pequeña parte de su obra, la mayoría relacionada con la historia de sus territorios, la cordillera de Nahuelbuta, y personajes en tránsito, decidimos ir a conocerlo, preguntarle por su propia lectura de Los Álamos, hoy, y su relación con la escritura, al parecer, tan escondida como su propia casa, a pesar de contar con un gran número de publicaciones.

“Don Miguel, sí…” —nos advirtieron— “está muy enfermo”. Debíamos ir a verlo pronto, se infiere. Llegar no era sencillo. Según las indicaciones, el camino consistía en tomar una micro dirección a Tirúa, bajarnos antes del primer paso peatonal, encontrar una reja, llevar comida para un perro llamado Jack, “ganárselo” y lograr subir hasta su casa. Con el tiempo fuimos organizando esta visita a medida que seguíamos entrando en su obra y su personaje.

El texto que se considera de mayor recepción es su cuento titulado “Tren a río Pedregoso” de 1958. Este cuento cruza, también, por nuestras imágenes de los relatos orales que nos han entregado varías de las personas en torno al recorrido del tren. Lo interesante del relato —una conversación entro cuatro jóvenes— es cómo, desde la oscilante significancia del ingreso de la máquina en zonas rurales—  van cruzando ilusiones, podríamos considerar, sobre la tecnología y la sociedad. Algunos extractos: “… no tendremos que traer técnicos extranjeros cada vez que tengamos que levantar un puente o construir una industria”// “la revolución tecnológica implica también un cambio profundo en la filosofía de vida, la división de clases debe ser eliminada de nuestra sociedad” //  “La revolución tecnológica tendrá que venir acompañada de una revolución cultural […] Pareciera raro, pero esto traerá mayor cultura a la gente, lo que llevará consigo a la paulatina eliminación de las clases y no está lejano el día en que los trenes no tengan pintados con grandes letras, primera, segunda, tercera clase, sino que cualquiera se podrá sentar donde quiera..”. Tanto la continuación del tiempo y del relato fracturarán estas palabras.

Siguiendo nuestra búsqueda, nos topamos con una entrevista dada a “La Voz de Arauco” en la cual Ramírez señala que su escritura no tenía por objetivo “competir”, lo cual, desde nuestra vereda, es importante, dado que nuestra práctica colaborativa tacha la palabra “competencia” de nuestro quehacer; buscamos vínculos en entrecruce, no productos que sobresalgan los unos de los otros, entre una autoría y otra. Colectivizar es una de las tantas maneras de tamizar la mordida productivista que envenena al placer y el ocio; a tantos oficios, industrias y, porque no, diversas maneras en las que opera cierto “arte”. “Mis obras no compiten” señala Ramírez. Quien lo entrevista pregunta, entonces, “¿Qué opinión le merecen los escritores o poetas que participan en concursos”… Se podría esperar aquí un comentario antisistemático, a modo de juicio, sin embargo, Ramírez responde: “Las personas que participan son felices haciéndolo. A mí me gusta que la gente sea feliz, entonces, que lo hagan”, cierra. Lo bello en esta respuesta yace en que ante la relación propia que sostiene con la escritura, no ejerce juicio, no desmorona la alteridad; no se busca articular una proeza, un imperativo sobre el cómo; es más bien un “yo elijo como el otro elije por sí”.

Elegimos un día para llevar la visita a cabo. Pero no es posible. La muerte gana la partida, como se ha de esperar. El día 12 de febrero, al entrar a la Biblioteca, nos encontramos con sus libros, su retrato y un ramo de lirios blancos que pone la Señora Cecilia en su memoria. Ver su retrato fue destejer un punto (tejer por vida y destejer por muerte) en el recorrido. Pero quizás no; nuestras preguntas hubiesen interrumpido su agonía, sin antes habernos presentado, y la relación entre un lector y un escritor es siempre fantasmagórica. Desde ahora ronda en la bitácora un escritor que quizás no es Miguel Ramírez, sino su fantasma, y las imágenes, quizás erróneas, que podríamos tener sobre él.

Es turno, ahora, de ingresar a nuestras propias estaciones. Tuvimos la posibilidad de dejar nuestras cartografías colgadas en los muros y nuestros materiales guardados, por lo que montar demora menos tiempo. Las estaciones ya no necesitan explicación. Con los materiales dispuestos a vista de cada persona que entra al espacio —telas, agujas, alfileres, cartografías, letras y acordes, papeles en blanco, lápices, y el archivo desplegado sobre la mesa— cada quien, tras compartir el espacio de comida, se detiene en la estación que prefiera. Para quienes llegan por primera vez, se les saluda, introducimos nuestro proyecto, dialogamos la relevancia entre el agua, sus rutas y memorias, para no perder la metáfora, y se les invita a transitar.

Así las estaciones van creciendo; se empiezan a bordar más nombres sobre nuestra cartografía; se logra vislumbrar, punto tras punto, el mapa de nuestras aguas. La canción sobre Pilpilco adquiere nuevas palabras, nuevos acordes; aparecen nuevas categorías en el material de archivo, inclusive los textos y los dibujos de los niños del taller, para que, cuando este trabajo comience su movilización a otros terrenos, las personas puedan ver que también pueden incorporar sus propios elementos a las carpetas… haciendo de éste un archivo vivo, desprendido de la historia oficial.

En nuestras conversaciones posterior al trabajo, comienza a fluir una sensación de calma, aunque sea temblorosa… sentir que podemos hacer el gesto de desprendernos levemente de cada estación para ver al otro interactuar con ella; sentir que cada vez que entramos a la Biblioteca, que guarda una huella de violencia, como la tiene el territorio, podemos volver a recuperar ese espacio sin miedo a que una puerta se abra de golpe (al contrario, la mayoría de las veces aparece, sin darnos cuenta, sin escucharla, cerrada).

 

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